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Obituario sobre el último ministro de Franco

Muere Fernando Suárez… ¿muere la concordia?

Fernando Suárez. Fotografía de archivo

Fernando Suárez González (1933-2024), el último ministro vivo del general Franco, ha fallecido el mismo día en que varios diputados y tertulianos de izquierdas exigen a su Gobierno que suprima los medios de comunicación que se atreven a sacar a la luz los trapos sucios de la camarilla en el poder, y a los jueces y funcionarios que creen que ningún individuo está por encima de la ley.

Para abundar en esta comparación, el día de su muerte, el 29 de abril, es para la Iglesia católica la fiesta de Santa Catalina de Siena, la mística del siglo XIV que, como embajadora de la república de Pisa, levantó la voz ante el papa Gregorio XI para demandarle que abandonase Aviñón y regresase a Roma. ¡Cómo echamos de menos los católicos y los españoles obispos y personalidades que clamen contra los abusos de los poderosos, en vez de aplaudir a éstos por su lucha contra la «emergencia climática»!

Conocí a Suárez González a finales del año pasado, en una entrevista en el programa el Gato al Agua, al que acudió para presentar su libro de memorias, Testigo de cargo, donde nos asombró a los presentes por su elegancia, su porte, su cabeza y su humor.

Este jurista leonés representaba a una de las mejores generaciones de la historia de España, la que contribuyó a sacar a nuestra nación del atraso económico y del sectarismo político instaurados en el siglo XIX; levantó una Administración eficiente y profesional, hoy ya desmantelada; y luego tendió la mano a los excluidos para tratar de construir un régimen democrático, generosidad que está concluyendo en un despotismo que intenta saltar los últimos obstáculos a su poder absoluto.

Y dentro de esa generación de posguerra, Fernando Suárez ocupó algunos de los más altos puestos gracias a su inteligencia y su esfuerzo: fue licenciado en Derecho por la Universidad de Oviedo con premio extraordinario y doctor por la Universidad de Bolonia en 1960. A diferencia de tantos jóvenes universitarios de valía que no pueden volver a España si no quieren encadenar un contrato en prácticas con otro o arrastrarse durante años como profesor ayudante mientras otros con más méritos en el departamento (sobre todo familiares) van promocionando, Suárez lo hizo acabados sus estudios. Entonces, en España había crecimiento, había industria, había empleo y había futuro. Fue profesor de Derecho del trabajo en la Complutense y en 1969 obtuvo la cátedra de la misma materia en Oviedo.

En 1967, se presentó a las elecciones a procuradores de representación familiar en las Cortes orgánicas, que él calificó como «comienzo de apertura». Consiguió que, por primera vez las Cortes restauradas por el franquismo en 1943, corrigieran una propuesta del Gobierno, cuando abanderó la propuesta de que se retirara una subvención a la Universidad de Navarra, aprobada luego por la mayoría del pleno.

Desempeñó los cargos de director general del Instituto Español de Emigración; secretario general técnico de la Presidencia del Gobierno; y, durante unos meses de 1975, ministro de Trabajo y vicepresidente tercero del Gobierno de Carlos Arias Navarro.

Le captó Torcuato Fernández-Miranda, otro catedrático, casi paisano, pues era de Gijón y también estudió en Oviedo, aunque pertenecía a una generación anterior, la que combatió en la guerra (en su caso como alférez provisional), para participar en la transformación del régimen del autoritarismo y del partido único a la democracia y el pluralismo político.

A diferencia de tantos colocados del franquismo que, para lavar sus camisas azules y sus negocios, se unieron a los ataques y hasta insultos a Franco, Suárez jamás habló mal del general gallego. Dijo que las veces que estuvo con Franco en el último año de vida de éste lo encontró envejecido (había cumplido los 82 años), pero lúcido hasta su última enfermedad.

Como procurador en las Cortes, esta vez designado por Juan Carlos I, el sucesor de Franco a título de rey, defendió en 1976 el proyecto de Ley para la Reforma Política que permitió realizar la transición a la democracia «de la ley a la ley».

Posteriormente, se incorporó a la Alianza Popular fundada por otros ministros franquistas. Fue diputado y eurodiputado. Y con el acceso de José María Aznar y la refundación de AP en el Partido Popular, se retiró de la política. Fue presidente de honor de la Academia Iberoamericana de Derecho del Trabajo y la Seguridad Social. En 2007, ingresó en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, en cuyos debates y sesiones participó con asiduidad.

Siempre se mostró orgulloso de su contribución a la democratización política de España, lo que no le impedía exponer sus críticas. Lamentó que se hubiera incluido en la Constitución el término de «nacionalidades» para halagar a los separatistas y, también, el sistema electoral de listas cerradas y bloqueadas y reparto de escaños, que somete a los diputados a su partido respectivo. Según dijo de éste, la intención era que sirviese sólo para las primeras elecciones, las de 1977, para conocer la fuerza real de cada partido (los comunistas presentaron a la Pasionaria en Asturias y su lista quedó la cuarta), pero luego el bipartidismo de UCD y PSOE la constitucionalizó.

Y sobre el sistema parlamentario lamentaba el reglamento que beneficia a la partitocracia. En las Cortes franquistas, decía, «pedías la palabra y te la daban», mientras que en las Cortes democráticas «sólo hablan los portavoces de los partidos».

Como a las épocas históricas se las puede juzgar por sus grandes hombres, basta comparar la formación, el estilo y el patriotismo de Fernando Suárez con los ministros actuales, como Óscar Puente o Ernest Urtasun, para comprender cómo España ha pasado de decir ‘no’ a Estados Unidos a un satélite de Marruecos y Venezuela.

En esa entrevista que he mencionado, Suárez calificó a España de «país enfermo», porque las leyes de memoria prohíben que el general José Moscardó tenga una calle por su gesta de la resistencia del Alcázar de Toledo durante la guerra, mientras las tiene el socialista Largo Caballero, uno de los responsables de la guerra civil. Desde luego, don Fernando mantuvo la cabeza ¡y la dignidad! hasta el final.

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