La revuelta agro-populista que recorre toda Europa ha tenido una acogida semejante entre la izquierda de cada uno de los países que van desde Holanda hasta España: la de tildar de «ultraderecha» a los trabajadores y organizaciones del sector primario. Esta estrategia pretende estigmatizar unas protestas que no logran monopolizar los partidos y sindicatos de la izquierda, prefiriendo despreciar lo que no están pudiendo controlar. Pero hace tiempo que las izquierdas europeas han perdido el pulso de las calles, pareciéndose cada vez menos al sentido común popular y cada vez más al criterio de los grandes foros financieros. Si la izquierda decide oponerse frontalmente a las revueltas campesinas, no será el mundo rural el que quede «cancelado» por la izquierda, sino la izquierda la que acabe apisonada bajo las ruedas de los tractores.
El argumentario izquierdista de que las tractoradas son «de derecha» tiene una doble vertiente. Por un lado se afirma que son «de (ultra)derecha (neo)liberal», «terratenientes», «peperos», «élites de la modernización». Por otro lado, que son «de (ultra)derecha (neo)conservadora», «fachas», «voxeros», «plebe de la reacción». Aunque en el imaginario de la progresía ambas acusaciones suelen ir entremezcladas, en realidad deberían describir dos realidades muy diferentes. Incompatibles, de hecho. Si las tractoradas fueran cosa de la patronal y los empresarios, estarían pidiendo menos regulación estatal, más inmigración o menos aranceles; los típicos intereses del gran capital que no parecen compartir los representantes del sector primario (todo lo contrario).
A juzgar por las muchas opiniones de izquierdistas en redes sociales, el mecanismo mental que les permite lanzar dos acusaciones contrarias (la de «liberales» y «fachas») se asienta en un prejuicio elitista y urbanita. El manifestante que tenga un aspecto o una vestimenta más cuidados, que hable de forma más articulada o que posea una maquinaria más lustrosa, sin duda ha de ser un señorito oligarca. Aquel que, por el contrario, tenga un aspecto general más humilde, ha de ser un garrulo franquista.
Pero las tractoradas no se tratan de un «cierre patronal» al servicio de unos pocos ricos. «Cierre patronal» han sido otros eventos secundados por la izquierda, desde la «huelga feminista» a la «huelga nacionalista catalana», por no hablar de las acciones de ecologistas cortando el tráfico en horario laboral o vandalizando museos. Que aquellos hayan tenido el aplauso de la misma izquierda que ha despreciado recientemente a metaleros de Cádiz, autónomos o transportistas, es una preocupante muestra de cómo «esta izquierda está boicoteando la conciencia de la clase trabajadora» (en palabras de Nazaret Martín, una de las caras visibles del agro-populismo).
Es cierto que tampoco estamos ante una revuelta campesina al modo de los desposeídos del feudalismo. Es posible que tal cosa ya no pueda existir de la forma en que lo hizo en previos siglos. La estructura rural permite hoy una cierta «colaboración de clases» con intereses comunes: el proletariado jornalero junto a trabajadores autónomos con medios de producción y junto al pequeño empresario. Al fin y al cabo, la realidad del sector agrícola en nuestro país es de pequeñas explotaciones de agricultura familiar profesionalizada, sufriendo un modelo económico que ha obligado a muchos campesinos a convertirse en mini-empresarios de sí mismos.
A veces estas realidades le cuestan al sector más anticuado de la izquierda materialista, que seguiría soñando con revoluciones hoz en mano contra una imaginaria aristocracia latifundista (hoy sustituida por fondos de inversión). Esa izquierda, que tantas veces critica la virtud conservadora de la nostalgia, estaría pecando ella misma de una mirada nostálgica de la lucha de clases del siglo pasado, sin actualizar su visión a la luz del capitalismo globalista «verde».
Si fuésemos capaces de convencer a la izquierda de que la gran burguesía no está detrás de las tractoradas, faltaría persuadirles de que tampoco se componen de eso que llaman «facha-pobres», es decir, de gente incapaz de practicar la opresión económica sobre otros, pero que seguirían siendo «opresores» por sus ideas políticas muy poco diverso-sexuales, eco-feministas, pluri-nacionales y multi-culturales. Por citar las despreciativas palabras de la tertuliana de TVE María José Pintor Sánchez-Ocaña, «ahí vemos mucha barba y mucha calva, vemos a hombres, señoros mayores». Algo semejante escribe Gessamí Forner en El Salto, dudando sobre el apoyo que merecen las protestas, dado que «la mayoría son hombres, blancos, con tierras en propiedad y aval para pedir un crédito al banco para comprar maquinaria agrícola». Vamos, que ricos-ricos no son (porque aquello de endeudarse con el banco no parece el mayor de los privilegios económicos), pero tampoco tienen un aspecto lo suficientemente eurovisivo como para no ser sospechosos de estar en la «fachosfera».
Desde la «progresfera» se han amplificado hasta la saciedad un par de escenas que parecen confirmar su doble acusación. Por un lado, imágenes de «cayetanos» disfrazados de montería que han ido a pasear su John Deere de gama alta. Por otro lado, fotos de algún tractor con simbología nacional-católica. Existen, seguramente, tanto elementos de lo uno como de lo otro entre las tractoradas. Y son el mayor problema para un movimiento que debe ser y demostrarse popular y trasversal. O, mejor dicho, son el segundo mayor problema. Porque el primero es aquella izquierda dispuesta a magnificar la presencia absolutamente minoritaria de tales elementos.