No pasa un día sin que se active alguna alarma sobre nuestra salud. Noticieros, artículos periodísticos, expertos de todo linaje y redes se hacen eco de los graves peligros que nos acechan prácticamente en cada esquina. La Organización Mundial de la Salud nos advirtió oportunamente que la carne era una de las causas del cáncer de colon, pero luego dio marcha atrás y dijo que era un factor sin correlación y sólo para un número muy pequeño de personas. Una institución muy citada como The Natural Society sostuvo una vez que los alimentos procesados están indiscutiblemente relacionados con las enfermedades autoinmunes, pero luego moderó el «indiscutiblemente». Los titulares se agolpan: la pasta está «vinculada» a la depresión, la sandía garantiza una vida más larga. Tal aceite podría reducir el riesgo de tal tipo de cáncer. El colesterol fue por años un asesino serial hasta que ¡oh! nació su archienemigo el colesterol bueno. El peligro puede estar en el agua, en las bebidas, las golosinas, en los teléfonos celulares, el aire, el suelo, la radiación de las pantallas, en Internet, el azúcar, el pan, el plato del pan, el mantel o en la forma de la mesa. ¿Aún no nos hemos asustado lo suficiente?.
Las alarmas surgen mayormente de las usinas multilaterales y en consecuencia los peligros con los que nos atemorizan son globales. En pocos años las históricas recomendaciones de los organismos supranacionales, esas recomendaciones que se autocontradecían cada quince minutos, pasaron a ser mandatos legales que los países aplican sin chistar a través de leyes calcadas acríticamente. Ejemplo de este mecanismo es la adopción de advertencias nutricionales en el frente de los envases de alimentos que se transformó en poquísimos años en una consigna mundial. Oponerse a esta tendencia es, ¿cuándo no?, ser un odiador irredento del bien y la salud. La carta de la diversidad y de la sagrada democracia de los pueblos sólo vale si la usa el progresismo, pero en este caso parece que todas las personas, en todos los países, más allá de lo diverso de sus tradiciones culturales y hábitos, deben alimentarse con la misma dieta, bajo los mismos estándares, y con las mismas expectativas. Esta narrativa de la burocracia supranacional ha sido abrazada por la izquierda con el fervor con el que acepta todos y cada uno de los esquemas de intervención de los gobiernos como parte de la cruzada de ingeniería social más grande de la historia.
Existen varios esquemas multilaterales de calificación nutricional, el Comité del Codex sobre Etiquetado de los Alimentos de la OMS ha diseñado un manual llamado «Principios rectores y manual marco para el etiquetado frontal para promover una dieta saludable» en el marco de su directiva global llamada «Front-of-pack nutrition labelling of foods and beverages» (FOPL) que debe guiarse por las directrices del Codex. Muchísimos países, casi todo occidente, se han acoplado a los distintos esquemas FOPL. Nutriscore o el sistema de octógonos negros suscriben esta hoja de ruta que penaliza productos procesados envasados que se consideran nutricionalmente negativos según sus calorías, grasas saturadas, azúcar y sal, por ejemplo.
Previo a esta rutilante idea de OMS, ya existían diversos sistemas de información nutricional en los empaquetados, pero esto no era suficiente para el paternalismo global que, basándose en informes y estudios de su propia factoría, decretó una nueva política sanitaria mundial para estampar advertencias en el packaging, pretendidamente científicas, que nos indiquen lo que debemos comer y lo que debemos descartar como si fuera prácticamente veneno. Por supuesto que, conforme a la tiranía en sangre de la clase legisladora en cada país, las normas pueden ser más o menos distópicas.
Por ejemplo, México, Chile, Perú y Uruguay ya implementaron esta iniciativa de los sellos popularmente conocidos como «octógonos», siguiendo el sistema de perfil de nutrientes de la Organización Panamericana de la Salud que deriva a su vez del de OMS, pero en Argentina la «ley de etiquetado frontal» N° 27.642 establece además que los productos que contengan al menos 1 octógono de advertencia (o sea el 99,999%) no pueden ser vendidos ni promocionados en los establecimientos de los tres niveles educativos, ni pueden contener premios, organizar concursos o ser donados. También prohíben la publicidad de todo lo que contenga al menos 1 octógono dirigida a niños y adolescentes, y por si fuera poco ¡en los envases o en las publicidades no se pueden poner personajes infantiles, dibujos animados, celebridades, deportistas o mascotas!
Esta ley, como el resto de las leyes identitarias, ultrafiscalistas y que atentan contra la propiedad ha sido promovida por el socialismo pero apoyada unánimemente por todo el arco político que considera que estas son las verdaderas preocupaciones del votante y no quiere «regalar a la izquierda la agenda social». Además, siempre estos temas son más fáciles de abordar que los referidos a la economía o a la seguridad, de manera tal que los políticos adoran estas leyes de sesgo anticapitalista que socava inversiones de desarrollo de marca y el esfuerzo de marketing de las empresas sin que se les mueva un pelo. En el caso argentino en particular, arruina además a pequeños comercios y ataca a los privados más vulnerables con absoluta indolencia, siempre en nombre del bien, claro.
El activismo planetario en nombre de la salud es un asalto descarado al principio de la responsabilidad individual. Más allá del mero interés ideológico o financiero, lo que políticos y burócratas nos dicen es que lo que es bueno para ellos es bueno para todo el mundo, cerrando el paso a la decisión individual. Cuando los expertos asumen que hay opciones de salud inaceptables, consideran al libre albedrío como si fuera una enfermedad contagiosa, patologizando el comportamiento de riesgo y tratando a los adultos como niños, lo que invita a una intromisión interminable.
Existen distintas formas con las que los gobiernos secuestran libertades y, claro está, siempre lo hacen bajo la fachada de la bondad y el cuidado. Dado que no ha existido jamás una sola dictadura que reglamente o actúe bajo la consigna «vamos a aplastarte como un gusano», lo cotidiano es ver nombres solidarios, sensibles y protectores en todas las medidas y leyes con las que cercenan derechos y mancillan la privacidad. En lo que se refiere a las vías del atropello, tenemos un popurrí de opciones y aquella en la que el poder se erige como guardián absoluto de la salud se llama Estado Niñera que es un mote utilizado desde el siglo pasado para describir a los gobiernos que comenzaron a reglamentar o directamente a prohibir el alcohol o el tabaco. La característica principal del Estado Niñera es el uso de impuestos y leyes como un castigo a los individuos para encauzar su elección de consumo. Este castigo no hace necesariamente a las personas más sanas pero instrumentaliza a la política con el fin de regular los hábitos a través de estándares declarados saludables.
El pertinaz avance de los gobiernos sobre la vida personal se parece cada vez más a un dogma puritano en el que el poder está a cargo de la virtud del ciudadano usando como herramienta los impuestos al pecado o al vicio. El pánico al pecado de lo «insano» se ancla en dos creencias muy arraigadas en la ideología woke. La primera es la convicción de que la muerte es opcional, y que puede evitarse si tan sólo hacemos las cosas correctas para proteger nuestro cuerpo y el medio ambiente según su propio paradigma wokista. La otra es que el libre mercado está más deseoso de asesinarnos que de vendernos productos y tenernos como clientes, por lo tanto, se necesita la intervención del gobierno para protegernos de estos dos predadores: nosotros mismos y el mercado.
Pero uno de los problemas más graves a los que se enfrenta el anticapitalismo es que ya no pueden culpar al mercado de la escasez de alimentos, así que cambian el relato para culpabilizarlo, no del hambre sino de la glotonería. Entonces la intervención de la burocracia ilustrada ya no es necesaria para paliar la miseria sino la prosperidad. El «consumismo procaz» es el nuevo enemigo y ahí están nuestras niñeras para indicarnos con octógonos o con semáforos lo que nos conviene. Es necesario destacar que esta simplificación de la evaluación nutricional resta valor al compromiso de las personas por tener una dieta individualmente equilibrada a través de la evaluación criteriosa de su actividad, entorno, condiciones físicas, económicas, ambientales y sociales. La fatal arrogancia nunca es inocua.
Por ejemplo, el profesor John Ioannidis del Centro de Investigación de Prevención y de Innovación de Meta-Investigación en Stanford (METRICS) de la Universidad de Stanford publicó un estudio sobre nutrición, que señala que el 85 % de las investigaciones nutricionales son interpretaciones y suposiciones de escaso rigor científico. Y el American Journal of Public Health publicó que el recuento de calorías en los menús de las cadenas de restaurantes exigido en Nueva York desde 2008, no ha impedido que la gente mayoritariamente siga consumiendo combos supercalóricos. La hiperregulación no reduce su consumo según indica el estudio elaborado por EPICENTER, que recalca que la esperanza de vida no guarda correlación con el intervencionismo regulatorio.
Es poco probable que los octógonos o semaforitos desanimen a alguien, pero las advertencias en la comida reflejan la desconexión de las personas que legislan con las necesidades reales del público al que afectan sus medidas. Muchas de las regulaciones que pretenden limitar la venta de este tipo de productos tienen efectos contraproducentes: El Nanny State Index es una clasificación que se ocupa de las políticas en las que los consumidores se ven discriminados por sus elecciones, con regulaciones que reducen su libertad y calidad de vida como el aumento artificial de precios mediante impuestos o monopolios, la estigmatizan a sectores de actividad que son legales, la restricción de opciones u horario comercial, la limitación de producción o de información con prohibiciones de publicidad, llegando hasta prohibiciones absolutas. Mientras dormimos, trabajamos o viajamos, un ejército de entrometidos en todo el mundo se está dedicando a la insolicitada profesión de enderezar nuestra vida. Son los cruzados del «light», la stasi de golosinas, los fachas del salero en la mesa que están dictando lo que debemos comer porque saben mejor que nosotros lo que es mejor para nosotros. ¿Hemos perdido nuestro derecho a ser insalubres?
Un informe publicado en The Lancet aboga por una mayor intervención del gobierno en la salud con una larga lista de políticas públicas: “Algunas medidas gubernamentales, incluidas las regulaciones para la comercialización de alimentos y bebidas no saludables para los niños, las etiquetas de advertencia en el frente del paquete, las políticas fiscales como los impuestos a los refrescos y las leyes de protección al consumidor pueden ayudar a restringir este consumo de alimentos no saludables impulsado por la oferta”. Pero ¿qué significa «impulsado por la oferta»? Significa que el consumo de alimentos “indeseables» no es el resultado de la demanda real o del gusto de los consumidores, sino un mecanismo de encantamiento perverso del mercado en el que los consumidores son vistos como entes sin criterio. La cuestión es que si aceptara que las personas toman decisiones individuales responsables, entonces no podría argumentar que la intervención gubernamental a gran escala es necesaria como medida de protección. Deshumanizar las decisiones del mercado es la clave para implementar las políticas de Estado Niñera.
Las legislaciones invasivas, creadas al unísono en todo el mundo por estos furiosos bienhechores que nos están robando el derecho inalienable de tomar nuestras propias decisiones, nos convirtieron en una sociedad infantilizada. Pero incluso en la excusa de protección a los niños subyace una profunda contradicción: prohíben la publicidad de golosinas dirigida a menores bajo pretexto de “defender sus intereses frente a los de la industria alimentaria”, al tiempo que consideran que un menor es lo bastante maduro como para tomar la decisión de someterse a un tratamiento de hormonas o a mutilaciones irreversibles. En resumen, le atribuyen a los niños la madurez suficiente para mutilar su cuerpo pero no para ver un muñequito en el envase de un producto azucarado. Maduros para ver shows de drag queens pero no para ver animalitos en una caja de cereales.
El deseo de interferir en todos los aspectos de nuestra vida bajo el ardid de “la salud” tiene como objetivo regular el comportamiento, en consecuencia, sería oportuno resolver cuál es el alcance del rol de los políticos a la hora de determinar lo que la gente puede elegir. El etiquetado frontal global pone de manifiesto la repugnancia que le da a esos mismos políticos la libertad y la responsabilidad individual. De hecho, el Estado Niñera niega a los individuos su capacidad para evaluar sus propias decisiones y por eso ningún ámbito del consumo y del estilo de vida se salva de sus propósitos de regulación. La pregunta es qué vendrá después, ya que el Estado Niñera jamás ha retrocedido.