El problema de vender a todas horas una caricatura estereotipada y plana de un personaje de peso es que todo lo que haga después tenderá a resultar sorprendente e incluso inexplicable para los medios.
Es el caso de Donald Trump, el primer presidente americano que recibe de Pyongyang una invitación para reunirse con el líder norcoreano desde que se iniciara la guerra de Corea en 1950, un conflicto que, sobre el papel, nunca ha concluido.
Pero la sorpresa es relativa para quien se haya tomado medianamente en serio las declaraciones del candidato Trump, que ya en campaña anunció su intención de «tomarse una hamburguesa» con el joven Kim. «¿Por qué no? ¿Qué hay de malo en hablar», declaró en mayo de 2016, según la agencia Reuters. El candidato dijo entonces estar dispuesto a recibir a Kim Jong-un en Washington, no en una cena de Estado, pero sí delante de unas hamburguesas servidas en la sala de conferencias.
No es que los mandatarios norteamericanos anteriores no hayan querido negociar con Pyongyang. Desde la firma del armisticio que puso fin a la ‘guerra caliente’, el extraño régimen de dictadura comunista hereditaria de Corea del Norte ha sido un quebradero de cabeza para los americanos, que han alternado diplomacia con sanciones, ayudas con presiones a su ‘padrino’ internacional, China, sin que la tensión haya hecho otra cosa que aumentar.
Lo primero y más importante es quitarle el ‘juguete’ nuclear a un régimen hostil y presuntamente impredecible que usa las bravatas atómicas a modo de chantaje continuo. Pero Corea del Norte tiene el comprensible temor, avivado por los ejemplos recientes de las intervenciones norteamericanas en Afganistán, Irak, Libia y Siria, de que Estados Unidos aproveche el desarme para llevar a cabo su particular reunificación de la península.
Pyongyang siempre ha querido negociar, pero Estados Unidos exigía medidas previas de supervisión y verificación del arsenal norcoreano y se negaba a prestar al régimen la foto de un encuentro directo y personal entre el líder Juche y el presidente norteamericano.
El enfrentamiento no puede ser más desigual, y no solo por el tamaño y poderío relativos de las dos partes, sino por el hecho de que mientras para Estados Unidos supone solo eliminar un molesto foco de tensión en el Mar de China, para Kim se trata de sobrevivir.
Hasta ahora, su mejor baza, mucho más importante que su arsenal o su ‘estrategia de perro rabioso’, ha sido China, su único valedor internacional, que mantiene con respiración asistida la economía norcoreana.
Para China es, desde luego, un aliado embarazoso y molesto, pero en la gran apuesta estrategia del Mar de China no cree poder presindir de él. China, que cada día se siente más poderosa y presiente el declinar del imperio americano, quiere reivindicar su hegemonía sobre ‘su’ mar, la zona por la que pasa un mayor volumen de mercancias del planeta y al que Estados Unidos no está dispuesto a renunciar.
El temor de Pekín son los 35.000 soldados norteamericanos estaciones en Corea del Sur, aliado/vasallo de Washington y la probabilidad de que una caída del régimen de Pyongyang y una unificación al gusto de América llevase a China a tener marines en su frontera, una visión de pesadilla.
Pekín podría, probablemente (aunque lo niega vehementemente), acabar en un pispás con el régimen Juche, pero no lo va a hacer; lo más que puede conseguir Washington es que los chinos adviertan a su aliado que no les van a permitir hacer locuras indefinidamente.
Y en estas entra Trump, como un elefante en una cacharrería, lanzando bravatas y amenazando como borrar a Corea del Norte del mapa. Naturalmente, los medios se llevan las manos a la cabeza y hablan del agresivo e ignorante Trump que nos va a llevar a la Tercera Guerra Mundial con sus amenazas de matón.
Pero parece que funcionó, en el sentido de que ha podido cambiar la percepción del lider norcoreano sobre la respuesta posible de los americanos a nuevos desafíos, que es lo que Kim está midiendo continuamente con sus pruebas de misiles y sus amenazas.
Kim sabe perfectamente que, a la larga, su única posibilidad de supervivencia es poner fin al largo aislamiento internacional y acabar con las sanciones, logrando el reconocimiento oficial, en primer lugar, de la hiperpotencia americana. Y, sabiendo que su arsenal atómico es lo único que le separa de una solución ‘a la iraquí’ del problema, no está dispuesto a desarmarse sin contar con todas las garantías.
Y eso es lo que Trump le ofrece ahora, cambiando los ladridos pasados por una dialogante rama de olivo, para desconcierto de todos los que no tomaron en serio sus declaraciones durante la campaña.
De concretarse la ‘cumbre de la hamburguesa’ y acabar con bien, Trump habría puesto fin a una pesadilla que lleva alarmando al mundo y, sobre todo, a los países vecinos desde hace casi setenta años, algo que sí merecería sobradamente el Nobel de la Paz que tan alegremente dieron a un Obama que aún no se había estrenado.
Pero no contengan la respiración: no lo verán sus ojos.