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Los mandatos que afectan a toda la población nunca han tenido sentido

Todos los ensayos controlados sobre la eficacia de las mascarillas revelan que no han ayudado a frenar la propagación del COVID-19

Una mujer con una bolsa de plástico en la cabeza como protección adicional contra el coronavirus. EUROPA PRESS

Las bases científicas de las intervenciones no farmacéuticas recomendadas por la Organización Mundial de la Salud (OMS) para contener o reducir la transmisión del virus de la gripe se revisaron en un documento publicado el 1 de enero de 2006 en la revista Emerging Infectious Diseases, una publicación mensual de los Centros de Control y Prevención de Enfermedades (CDC) del Gobierno de EEUU. En la guía elaborada ese año por la OMS, se abordaron las medidas a nivel nacional y comunitario destinadas a reducir la exposición de las personas susceptibles a nuevos subtipos emergentes del virus.

Lo primero que señala el documento, como elemento de partida, es la constatación de que la notificación obligatoria de casos y el aislamiento de pacientes durante la pandemia de gripe de 1918 no detuvieron la transmisión del virus, según los informes oficiales emitidos en muchos de los países afectados. El aislamiento domiciliario forzado, la colocación de letreros en las casas y la cuarentena de los contactos capturaron solo un 60% de los pacientes contagiados debido a las dificultades en el diagnóstico de los casos leves y la falta de notificación a las autoridades. Las medidas de distanciamiento social tampoco parecieron reducir drásticamente la transmisión. La prohibición de reuniones públicas; el cierre de escuelas, iglesias, colegios, teatros y otros lugares de reunión; y la restricción del horario comercial no tuvieron un impacto evidente en la epidemia. Todas estas intervenciones fueron descritas consistentemente como ineficaces y poco prácticas.

De manera significativa, merece la pena recoger la experiencia vivida en Canadá en 1918 descrita en un informe oficial: «Muchos pueblos pequeños intentaron aislarse con cuarentenas completas, que recuerdan los intentos medievales por evitar la propagación de plagas, en los que a nadie se le permitía entrar o salir del pueblo. A nadie se le permitió comprar billetes de tren para ir a estos pueblos y se prohibió a los pasajeros desembarcar en ellos. El Canadian Pacific Railway informó de que entre 40 y 45 ciudades cerraron en la provincia de Manitoba durante el apogeo de la epidemia; la línea Canadian Northern eliminó paradas de tren en otras 15 ciudades más. La Policía Provincial de Alberta vigiló las barreras colocadas en las principales carreteras en un esfuerzo por evitar que la gripe llegara a tres de los municipios de la provincia. Sin embargo, todas estas medidas fueron «lamentablemente ineficientes para controlar la propagación de la enfermedad». Sencillamente, aislar a personas y familias o poner en cuarentena a comunidades enteras no funcionó.

Durante la pandemia de gripe de 1918, el uso de mascarillas era muy habitual e incluso obligatorio por ley en muchas jurisdicciones. Sin embargo, los casos de enfermedad continuaron aumentando después de que se ordenara el uso de mascarillas, y la confianza inicial del público en la eficacia de la medida dio paso poco después a su ridiculización.

Con una base de conocimiento muy limitada sobre las intervenciones no farmacéuticas en las epidemias de gripe (que consistía principalmente en observaciones históricas y contemporáneas y predicciones de modelos matemáticos, en lugar de estudios controlados que evaluasen dichas intervenciones), la evidencia y experiencia disponible en 2006 hizo considerar a los responsables de la OMS que las intervenciones agresivas de aislamiento de pacientes contagiados y cuarentena de contactos, si se adoptan cuando la transmisión viral entre la población es significativa y persistente, serían probablemente ineficaces, socialmente disruptivas, y no resultarían en un uso adecuado de los recursos escasos de salud. En estas fases de la pandemia, se debe recomendar que los enfermos permanezcan en casa tan pronto como se desarrollen los síntomas. Los viajes nacionales no esenciales deben posponerse solo en caso de áreas afectadas muy concretas y de extensión reducida, pero en general se considera poco práctico hacer cumplir las restricciones de viajes. El uso rutinario de mascarillas en lugares públicos no debe ser obligatorio. La única recomendación de carácter universal formalmente establecida en este informe de 2006 fue el lavado de manos y la etiqueta respiratoria, una rutina que se aconsejaba encarecidamente incluir en los mensajes de salud pública.

Un año más tarde, la OMS estableció directrices para la prevención y control de infecciones respiratorias agudas (IRA) epidémicas y pandémicas en centros sanitarios, que la propia organización actualizó en 2014. Estas pautas incorporaban la guía de emergencia de la OMS publicada con ocasión de la pandemia de gripe H1N1 en 2009. En esa fecha, todavía se reconocía la necesidad de investigación adicional para dilucidar completamente la epidemiología de la transmisión de IRA con y sin el uso de intervenciones no farmacéuticas específicas, entre ellas el uso rutinario de mascarillas. Y también, que las mascarillas quirúrgicas puede que no ofrezcan una protección adecuada frente a los aerosoles de partículas pequeñas. Estas mascarillas no están diseñadas para conseguir un adecuado sellado facial y, por lo tanto, no evitan las fugas alrededor del borde de la máscara cuando el usuario inhala, lo que supone una limitación importante en la protección frente a partículas transmitidas en aerosoles.

Más recientemente, en septiembre de 2019, la OMS publicó unas recomendaciones sobre medidas no farmacéuticas para mitigar el riesgo y el impacto de la gripe epidémica y pandémica. Aún en fecha tan próxima al brote inicial de la pandemia COVID-19, todavía las evidencias científicas sobre la efectividad de las intervenciones no farmacéuticas a nivel comunitario eran limitadas y la calidad general de los estudios muy baja. Para entonces solo se habían realizado un escaso número de ensayos controlados aleatorizados (ECA) de alta calidad que demostraban que las medidas de protección personal, como la higiene de manos y las mascarillas faciales, tienen, en el mejor de los casos, un efecto pequeño en la transmisión de la gripe.

Puesto que no existía una evidencia objetiva de su efectividad en la reducción de la transmisión comunitaria, se recomendó el uso de mascarillas en personas asintomáticas solo de manera condicional (una categoría que asume un equilibrio incierto entre beneficios y daños, cuya recomendación está sujeta a la coexistencia de determinadas condiciones). Por otra parte, se disponía de muy pocos ECA en los que se analizaba la eficacia de otras medidas de protección (distanciamiento social, cierre de escuelas o lugares de trabajo), con gran parte de la evidencia científica proveniente aún de estudios observacionales y simulaciones por ordenador. Se seguía insistiendo en que las medidas de distanciamiento social (por ejemplo, rastreo de contactos, aislamiento, cuarentena, cierres de escuelas y lugares de trabajo y cancelación de reuniones multitudinarias) pueden ser muy perjudiciales, y el costo de estas medidas debía sopesarse frente a su impacto potencial.

Con la pandemia COVID-19 en ciernes, el 29 de enero de 2020 se publicaron las guías provisionales de la OMS sobre el uso de mascarillas en la comunidad, en la atención domiciliaria y en entornos de atención médica en el contexto del brote del nuevo coronavirus (2019-nCoV). Entre diversas advertencias de diferente índole, se declaró taxativamente que «las mascarillas de tela (algodón o gasa) no se recomiendan bajo ninguna circunstancia». Y cuando no está indicado, «el uso de mascarillas quirúrgicas puede generar costes innecesarios y crear una falsa sensación de seguridad que puede conducir a descuidar otras medidas esenciales, como la higiene de manos».

Específicamente, estas guías recomiendan a las personas asintomáticas que eviten aglomeraciones y espacios cerrados concurridos; mantengan la distancia de seguridad con cualquier persona con síntomas respiratorios; y observen con frecuencia la higiene de manos y la etiqueta respiratoria. Por contra, «no se requiere una mascarilla quirúrgica, ya que no hay evidencia disponible sobre su utilidad para proteger a las personas no enfermas». Estas aseveraciones fueron corroboradas poco después por el director de los NIAID, Dr. Anthony Fauci, en declaraciones públicas realizadas en marzo de 2020.

Tan solo un mes después, en abril de ese mismo año, el Grupo de Trabajo de la Casa Blanca sobre la pandemia COVID-19, presidido por Fauci, dio un giro de 180 grados en la política seguida de manera consistente por la OMS desde hacía casi dos décadas: de reservarse en gran medida el uso de mascarillas para los profesionales sanitarios, de pronto se ampliaron las recomendaciones para incluir esta medida de protección para la población general. Un giro sorprendente que asumió en diciembre la propia OMS al publicar una revisión de su guía provisional sobre el uso de mascarillas en el contexto del COVID-19: en áreas de transmisión comunitaria ahora se recomendaba que el público en general, incluidos los niños mayores de 6 años, llevara puesta una mascarilla en interiores (por ejemplo, tiendas, lugares de trabajo compartidos o escuelas) o al aire libre donde no se pueda mantener la distancia de seguridad. Incluso se permitía también en estas guías el uso de mascarillas de tela, cuando diez meses antes no se recomendaban bajo ninguna circunstancia. Lo que sorprende de este cambio radical es que se adoptara en un momento en que ya se disponía de los resultados del primer ECA sobre el uso de mascarillas quirúrgicas en la prevención del COVID-19 en la comunidad, sin encontrarse diferencias en la incidencia de infección en el grupo de estudio y el grupo control. Además, se conocían también las conclusiones de una revisión sistemática de nueve ensayos, de los que ocho eran ECA, dos en trabajadores sanitarios y siete en la comunidad, diciendo que el uso de mascarilla podía tener poca o ninguna diferencia en la prevención de la gripe.

A pesar de la falta de evidencia real que lo respaldase, la gran incertidumbre existente al principio de la pandemia hizo que los gobiernos alentaran el uso de mascarillas entre la población general con la esperanza de generar un beneficio para la comunidad si todos las llevásemos puestas. A menudo, estas políticas gubernamentales se basaron en estudios observacionales sobre el uso de mascarillas y la propagación del COVID. Pero el diseño de estos estudios contiene muchos sesgos que impiden extraer conclusiones fiables. Por ejemplo, en ausencia de un protocolo que establezca a priori la metodología del estudio, es posible cambiar las fechas de un análisis observacional para adaptarse al aumento y disminución de las infecciones. O cuando se compara la evolución de la pandemia en comunidades vecinas con diferente grado de cumplimiento, aquellas con tasas más altas de uso de mascarillas pueden tener tasas más altas de trabajo desde casa, distanciamiento social y otras prácticas de protección. Estas diferencias, y no tanto el uso de la mascarilla, pueden ser responsables de las diferencias en las tasas de infección.

Los ensayos controlados aleatorizados (ECA), a diferencia de los estudios observacionales, son el Gold-Standard probatorio. Los tratamientos se asignan al azar para inferir su «efecto verdadero» en la población. Pues bien, el Instituto Cochrane, a su vez el Gold-Standard de las revisiones médicas basadas en la evidencia, acaba de publicar (el 30 de enero de este año) un estudio titulado Intervenciones físicas para interrumpir o reducir la propagación de los virus respiratorios a cargo de investigadores de las universidades de Oxford (Reino Unido), Bond (Australia), Padua (Italia), King Saud, Riyadh (Arabia Saudí), Queensland, Brisbane (Australia) y Calgary (Canadá), liderados por el Dr. Tom Jefferson, un epidemiólogo con amplia experiencia en evaluación de tecnologías sanitarias y en economía de la salud, ex coordinador científico de la Agencia Nacional Italiana sobre productos no farmacéuticos, y revisor de las principales revistas científicas médicas (JAMA, BMJ, Lancet o New England Journal of Medicine).

En el estudio se han revisado 78 ECA relevantes que analizan diferentes medidas físicas para evitar que las personas se contagien de un virus respiratorio (18 ensayos se centraron en el uso de mascarillas; tres ensayos en la efectividad de la cuarentena/distanciamiento social). Estos ensayos clínicos se realizaron en países de ingresos bajos, medios y altos de todo el mundo durante períodos de gripe no epidémica, la pandemia mundial de gripe H1N1 de 2009, epidemias estacionales de gripe hasta 2016 y durante la pandemia COVID-19 (11 ensayos entre 2020 y 2022). El interés radicaba en saber cuántas personas de estos ensayos habían contraído una infección por virus respiratorios y si las medidas físicas tenían algún efecto no deseado.

En el resumen de este estudio transcrito en «lenguaje claro y sencillo», que los autores encabezan con la pregunta: ¿Las medidas físicas, como el lavado de manos o el uso de mascarillas, detienen o frenan la propagación de los virus respiratorios?, se afirma lo siguiente: «No existe seguridad acerca de si el uso de mascarillas quirúrgicas o mascarillas N95/P2 (o FFP2) ayuda a frenar la propagación de los virus respiratorios según los estudios evaluados».

Con respecto a las mascarillas quirúrgicas, diez ensayos analizaron su eficacia en la comunidad y dos en trabajadores sanitarios. En comparación con no llevar mascarilla a nivel comunitario, su uso podría suponer poca o ninguna diferencia en el número de personas contagiadas con gripe o COVID‐19 (276.917 participantes en total), incluidas personas con gripe confirmada en el laboratorio.

Y respecto a las mascarillas N95/P2, cuatro estudios se realizaron entre trabajadores sanitarios de hospitales y un pequeño estudio en hogares de la comunidad. En comparación con las mascarillas quirúrgicas, es probable que el uso de mascarillas N95/P2 suponga poca o ninguna diferencia en la cantidad de personas con gripe confirmada o contagiadas por una enfermedad similar (16.206 participantes). Por su parte, un ensayo publicado recientemente también demuestra que las mascarillas quirúrgicas no son inferiores a las mascarillas N95 en 1.009 profesionales sanitarios de cuatro países que prestan atención directa a pacientes COVID-19.

Esta revisión es altamente relevante en la práctica diaria y toma de decisiones. Los resultados combinados de los 78 ECA analizados en el estudio no evidenciaron con claridad ninguna reducción de las infecciones virales respiratorias en función del uso de mascarillas quirúrgicas, y tampoco hubo diferencias nítidas entre el uso de mascarillas quirúrgicas en comparación con mascarillas N95/P2 en profesionales sanitarios de ámbito hospitalario.

A lo largo de la pandemia COVID-19, en España y en prácticamente todos los países occidentales, se nos ha obligado a los ciudadanos y profesionales sanitarios a llevar puesta una mascarilla quirúrgica o similar para prevenir la propagación del virus, insistiéndose en su «eficacia demostrada». Si bien este estudio no demuestra de manera taxativa la ausencia de eficacia de las mascarillas en la interrupción de la propagación de los virus respiratorios (evidencia de no eficacia), lo que desde luego sí constata es la falta de evidencia estadísticamente significativa de su eficacia (ausencia de evidencia). Los autores lo señalan como uno de los mensajes clave del estudio: «No existe seguridad acerca de si el uso de mascarillas quirúrgicas o mascarillas N95/P2 (o FFP2) ayuda a frenar la propagación de los virus respiratorios según los estudios evaluados».

En la responsabilidad que corresponde a los altos cargos en materia de Salud Pública, el rigor a la hora de transmitir informaciones críticas resulta fundamental. Los resultados de esta revisión, exactamente el tipo de evidencia de mayor calidad que pueda desearse para la toma de decisiones de atención médica, desautoriza a quienes han establecido y mantenido durante casi tres largos años la obligatoriedad del uso de mascarillas, incluso en exteriores hasta hace justo ahora un año, en base a una supuesta eficacia que nunca ha sido demostrada fehacientemente.

Cuando se señaló en noviembre de 2020 por diferentes investigadores, entre ellos el primer autor de la revisión Cochrane, Tom Jefferson, la preocupante falta de evidencia sólida sobre las mascarillas y los problemas de los estudios observacionales, fueron vilipendiados, censurados en Facebook y otras redes sociales y colocados en la lista de vigilancia secreta del gobierno en el Reino Unido.

Los hallazgos de esta revisión muestran una adherencia relativamente baja en el uso de las mascarillas, similar a lo que sucede en el mundo real. Con una mejor adherencia y mascarillas de mayor calidad (y si no se sale mucho de casa), quizás pudiera reducirse el riesgo de contagio en entornos específicos en una escasa proporción. Sin embargo, cuando se quiere extrapolar cualquier pequeño beneficio potencial en aquellos que salen a la calle con regularidad, no puede ignorarse que este efecto en ningún modo resulta aplicable en la vida real si se adoptara una intervención de este tipo con carácter universal.

Los mandatos que afectan a toda la población nunca han tenido sentido. Además, incluso en poblaciones con alta adherencia como Japón, las mascarillas no han frenado un aumento inevitable de infecciones. Parte del problema puede provenir de que en pleno apogeo de la pandemia se tenía que dar la sensación de que el gobierno estaba haciendo algo. Las intervenciones como el lavado de manos y las vacunas son invisibles, pero las mascarillas actuaron como un signo visible de cumplimiento.

Lo que hemos presenciado en esta pandemia son fuertes creencias sobre lo que funciona y lo que no. A veces, ha sido más como un partido de fútbol, con hinchas de cada lado incitando a la descalificación y fomentando la polarización. La mayoría de los medios son tan cómplices de propagar el miedo y el pánico como los gobiernos y sus expertos en manipulación psicológica. Varias políticas, como la obligatoriedad de las mascarillas, las restricciones y las intervenciones no probadas, ahora parecen absurdas en retrospectiva.

No hay que irse demasiado lejos: en España, el decreto inconstitucional del estado de alarma de 14 de marzo de 2020, justificado por el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, ante una emergencia sanitaria y social tan solo una semana después de que se relativizara la situación de crisis epidémica en alza; las contradicciones sobre las mascarillas, negándose en febrero de 2020 su utilidad para frenar la propagación de la pandemia y haciéndose obligatorio su uso en espacios públicos tan solo tres meses después; y esta misma semana, el espectáculo al que hemos asistido a cargo de la ministra de Sanidad, Carolina Darias, anunciando el cese de la obligatoriedad de las mascarillas en los transportes públicos sin la participación de los expertos de la Ponencia de Alertas en la decisión, nos hacen sospechar con fuerza si desde el inicio de la crisis del COVID verdaderamente se ha actuado alguna vez con profesionalidad y criterio científico.

No pudimos seguir un enfoque basado en la evidencia durante la pandemia. En realidad casi nunca se ha seguido a la ciencia, por más que se haya repetido y manoseado esta frase hasta la saciedad. Ahora sufrimos las consecuencias humanas, sociales y económicas de las políticas adoptadas sin ningún fundamento científicamente consistente. Pero podemos dejar de seguir contribuyendo a la perpetuación de esta sinrazón. Solo se necesita basarse en el conocimiento científico con rigurosidad y honestidad.

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