Sucedió hace 55 años: entre el 20 y el 21 de agosto de 1968 tropas soviéticas invadieron Checoslovaquia para sofocar la Primavera de Praga, el intento de apertura del gobierno reformista de Alexander Dubček (1921-1992). El Ejército Rojo no intervino solo. Lo apoyaron efectivos de las «democracias populares» satélites de la URSS: Polonia, Bulgaria y Hungría. La República Democrática Alemana se limitó a ayudar con la logística porque, no en vano, la intervención alemana podía suscitar resistencia por la memoria del III Reich.
Detrás de la intervención soviética, que dejó más de 130 muertos, había una doctrina política que asfixiaba la poca independencia que la URSS dejaba a los demás Estados del Bloque del Este. Se la llamó, con toda la razón, «doctrina de la soberanía limitada». Brezhnev la explicó unos meses más tarde: la URSS tenía el deber de intervenir cuando los regímenes socialistas estuviesen en peligro y de salir en su defensa cuando los amenazasen fuerzas hostiles como el capitalismo. El Pacto de Varsovia, que se había fundado en 1955 como respuesta militar a la OTAN, era en realidad un mecanismo para evitar que los países satélites abandonasen la órbita comunista.
Era la tercera agresión seguida de ocupación que sufría Checoslovaquia. La primera fue en 1938, cuando el Reino Unido y Francia la traicionaron en Múnich. La segunda fue en 1948, cuando los soviéticos instalaron en el poder a los comunistas mediante un golpe de Estado. Traicionados y abandonados por los países que deberían haberla auxiliado en 1938, la resistencia checoslovaca contra los nazis dejó páginas de valor y dignidad como la actividad de sabotaje e inteligencia de los llamados Tres Reyes —así denominó la Gestapo al grupo de la Defensa Nacional liderado por los tenientes coroneles Josef Balabán y Josef Mašín y por el capitán Václav Morávek— y la Operación Antropoide, en que un comando mató a Reinhard Heydrich (1904-1942). Al terminar la guerra, los comunistas del golpe de Estado detuvieron y juzgaron a líderes de la resistencia antinazis como Heliodor Pika (1897-1949), leal al gobierno de Londres durante la contienda, y Milada Horakova (1901-1950), abogada socialista y antinazi. Fueron los primeros juicios farsa en el país, que después conducirían a procesos como los de Slansky y London.
De nuevo, veinte años después del golpe de 1948, eran necesario sostener al comunismo por la fuerza de las armas. La Operación Danubio, la ocupación del país centroeuropeo, no pretendía protegerlo de nada, sino evitar un proceso de apertura que los comunistas veían como una amenaza a su propio poder.
La resistencia adoptó diversas formas. Recuerdo la fotografía de un hombre que trató de parar un carro de combate soviético con su propio cuerpo. La imagen lo muestra con los brazos extendidos y las rodillas dobladas como en un salto, como si se lanzase contra el tanque. Casi nadie recibió a los soviéticos como liberadores frente a nada. Hasta los comunistas checos, que seguían a Dubček, se reunieron casi en la clandestinidad —fue el llamado Congreso de Vysočany— para decidir qué se hacía para organizar una resistencia. Al final, los soviéticos sólo lograron que Dubček y sus seguidores, secuestrados y trasladados a la URSS a Moscú, firmasen los llamados Protocolos de Moscú, que pretendían dar un marco jurídico a la ocupación.
La resistencia y las protestas siguieron. En enero de 1969 se quemó vivo en la Plaza de Wenceslao de Praga el joven estudiante Jan Palach (1948-1969) en protesta por la ocupación soviética. Su entierro fue un acto de protesta masivo. Me conmueve las imágenes de esa gente, que probablemente no conocía en persona al joven patriota, rindiéndole un último homenaje. Todos sabían de qué se trataba. Pocas semanas después, en febrero, Jan Zajíc (1950-1969), otro estudiante, se prendió fuego en la misma plaza el mismo día en que se cumplían 21 años del golpe de Estado comunista de 1948. Esta vez las autoridades prohibieron el funeral público. Los comunistas necesitaron, como siempre, la policía política, la propaganda, la censura y, en general, el miedo cotidiano para mantenerse en el poder.
Dentro de pocos días, el 23 de agosto, será el Día Europeo de Conmemoración de las Víctimas del Estalinismo y el Nazismo. Aquella infame jornada de agosto, el Reich alemán y la Unión Soviética suscribieron el llamado Pacto Ribbentrop-Molotov, en los que se dividían Europa gracias a los protocolos secretos anexos al acuerdo. Para los pueblos de Europa Central y Oriental, el fin de la guerra no significó la llegada de la libertad. El caso de Checoslovaquia brinda, en este sentido, un elocuente ejemplo de tiranía de una ideología y de heroísmo de un pueblo.