En el otoño de 1944, el Eje iba perdiendo la guerra. En Europa Oriental, todo se volvía resbaladizo. En Rumanía, el Conducător Ion Antonescu, había caído en desgracia y, después de su detención, el país había roto relaciones con el Reich y se había alineado con los aliados. Las tropas soviéticas y rumanas avanzaban el todo el frente oriental. En Hungría, el gobierno llevaba desde 1942 manteniendo conversaciones secretas con el Reino Unido y los Estados Unidos. Después del cambio en Bucarest, Berlín temía un nuevo giro de los acontecimientos en Budapest. En marzo de 1944, las tropas alemanas ocuparon Hungría para evitarlo y apoyaron la formación de un nuevo gobierno pro-Eje a cuyo frente pusieron a Döme Sztojái, que a su vez decretó la movilización general del ejército húngaro. Ese mismo mes de marzo comenzaron las deportaciones de los judíos de Hungría a los campos de exterminio en la Europa ocupada por los nazis.
Durante seis meses aproximadamente, el avance soviético en los Cárpatos se ralentizó, pero, a la altura de octubre, resultaba claro que el Ejército Rojo iba a llegar a la capital. El 15 de octubre el regente Miklos Horthy anunció su intención de alcanzar una paz por separado con los aliados. Ferenz Szalasi, líder de las Cruces Flechadas, dio un golpe de mano, lo depuso y lo arrestó. En el invierno, Budapest se convertiría en el escenario de una de las batallas más sangrientas de la II Guerra Mundial.
El ataque soviético sobre la ciudad nos brinda un buen ejemplo del funcionamiento de los totalitarismos. El Ejército Rojo llegó a las afueras de Budapest en diciembre de 1944 maltrecho por los combates en el este de Hungría; en particular, en la región de Debrecen. Desde octubre, los alemanes y los húngaros venían preparándose para una batalla urbana que pretendía servir para ganar algo de tiempo. En Berlín ya se especulaba con una paz con los aliados occidentales que permitiese proseguir sólo la guerra contra la URSS.
Los primeros combates en las inmediaciones de Budapest tuvieron lugar entre el 29 de octubre y el 18 de noviembre. Las carencias soviéticas se dejaron ver: aún no estaban preparados para atacar la capital. Los alemanes y los húngaros combatían con valor y no huían en desbandada. Aquella batalla requería de medios que los soviéticos aún no tenían: más tropas, más armamento, más logística.
El 28 de octubre de 1944, a las 10 de la noche, según cuenta Krisztián Ungváry en Battle for Budapest. 100 days in World War II (Bloomsbury, 2011) tuvo lugar una conversación entre Stalin y el comandante del 2º Frente Ucraniano, Rodion Malinovsky, que estaba a cargo de la ofensiva sobre Budapest. Empezó hablado Stalin:
- Stalin -Budapest… debe tomarse cuanto antes; para ser más precisos, en los próximos días. Esto es absolutamente esencial, ¿puede usted hacerlo?
- Malinovsky – El trabajo puede hacerse en cinco días una vez llegue el 4º Cuerpo de la Guardia Mecanizada y se reúna con el 46º Ejército.
- S. – El mando supremo no puede darle cinco días. Debe usted comprender que por razones políticas debemos tomar Budapest tan rápido como sea posible… debe usted comenzar al ataque sobre Budapest sin demora.
- M.- Si usted me da cinco días, tomaré Budapest en otros cinco. Si empezamos la ofensiva ahora mismo, el 46º Ejército, que carece de fuerzas suficientes, no podrá terminarla rápido e inevitablemente nos veremos atrapados en largos combates en las carreteras de acceso a la capital. En otras palabras, no podremos tomar Budapest.
- S.- No tiene sentido que sea usted tan obstinado. Obviamente, usted no comprende la necesidad política de un ataque inmediato contra Budapest.
- M.- Soy totalmente consciente de la importancia política de la toma de Budapest y por eso le estoy pidiendo cinco días.
- S.- Le ordeno expresamente que comience la ofensiva sobre Budapest mañana.
Y Stalin le colgó el teléfono.
Conocemos lo que vino después: un asedio de 102 días y que, según las cifras de Ungváry, dejó 137 000 bajas alemanas y húngaras entre muertos, heridos y prisioneros y 280 000 soviéticas y rumanas, así como 76 000 civiles húngaros muertos. Sólo por comparar los días, Berlín cayó en dos semanas y Viena sólo en seis. Aún quedan en la capital de Hungría edificios que muestran las marcas de las balas y la artillería empleada durante el asedio.
Repárese en el motivo de urgencia que invocó Stalin: la necesidad política. He aquí la lógica perversa de los totalitarismos. En aras de la necesidad política, se envía al matadero a decenas de miles de hombres y se alargó el sufrimiento la población civil (a quienes nadie evacuó). La matanza de judíos en la ciudad, por cierto, continuó hasta los soviéticos la detuvieron. El 17 de enero de 1945, el Ejército Rojo liberó el gueto, pero la altura del 21 de enero, los Cruces Flechadas todavía tuvieron tiempo de matar a los judíos del hospital judío de la calle Varosmajor.
Las necesidades políticas justificaron comenzar una batalla contra un enemigo despiadado sin los medios necesarios para llevarla a término con rapidez. En el siniestro altar de esa necesidad, se sacrificaron vidas. No diré que fuese una batalla sin sentido —la lucha contra el nazismo siempre lo tuvo— pero debería haberse acometido de otro modo. Fueron los motivos políticos los que apresuraron una decisión que debería haberse tomado a partir de criterios estrictamente militares.
Esta breve conversación entre Stalin y Malinovsky, pues, nos revela en detalle el mecanismo atroz de los totalitarismos: la necesidad política lo justifica todo. Ante ella —aquí palpita el horror de nuestro tiempo— la vida de los propios soldados y la de los civiles expuestos a los combates deviene, en general, irrelevante y, en ocasiones, problemática.
Eran necesarios muchos arrestos para llevarle la contraria a Stalin. Para desobedecer una orden directa suya, había que ser directamente un suicida. En esa objeción de Malinovsky, alienta el desgarro del siglo XX: sabe que lleva a sus hombres a una matanza evitable con un poco más de tiempo, un tiempo que falta porque el partido tiene prisa.
Se dirá que la rapidez del ataque se debía al deseo de liberar a los judíos del gueto y, más en general, a los habitantes de la ciudad. La conversación no detalla cuáles eran esas «necesidades políticas», pero, en las conversaciones mantenidas en Moscú en octubre entre los soviéticos y los aliados occidentales, el gobierno británico había planteado el envío de tropas aliadas occidentales a la cuenca de los Cárpatos. Esto implicaba tener tropas británicas y estadounidenses muy cerca de la URSS. Stalin quería evitarlo a toda costa, aunque eso implicase, ya se ve, comenzar una batalla sin los preparativos necesarios. Nuestro siglo, el siglo XX, presenció el horror de la «necesidad política» de toda clase de atrocidades. Esta conversación, en su siniestra brevedad, ilumina lo que supone aceptar esa «necesidad política», que convierte al ser humano en una cifra, una estadística o un detalle.