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Abogado franco-argentino, director del Instituto Superior de Sociología, Economía y Política (ISSEP) en Madrid
Abogado franco-argentino, director del Instituto Superior de Sociología, Economía y Política (ISSEP) en Madrid

De aquellos polvos, estos lodos

18 de marzo de 2021

El pasado 13 de marzo un grupo de manifestantes atacó a pedradas al presidente Alberto Fernández.

Fernández fue instalado en la primera magistratura por Cristina Fernández de Kirchner –que guardó para sí la vicepresidencia– hace algo menos de un año y medio. Ya nos hemos referido en estas páginas a algunos de sus crímenes y desatinos, pero no a la doctrina por la que este prestanombres dice estar animado.

Alberto Fernández se gloría de ser un hombre de leyes, hijo de un juez y profesor de Derecho Penal en la universidad pública de Buenos Aires. Los embates emprendidos por cuenta y orden de su dueña política contra la Justicia resultan cada vez más difíciles de conciliar con esa imagen. 

Fernandez se dio un baño de pueblo con guardia reducida y, cuando el mar se agitó, su equipo se las vió negras para evacuarlo

Lo que es, al contrario, muy lógico, es que un profesor de Derecho Penal de izquierdas, enemigo declarado del punitivismo estatal, eligiera como ministro de seguridad a una antropóloga, también de izquierdas, sin otras credenciales que su militancia contra la violencia institucional. Sabina Fréderic, a ella nos referimos, ha orientado todos sus esfuerzos a limitar la actuación de las fuerzas del orden, hacia quienes cultiva un odio ideológico.

La sociedad, que sufre el flagelo de la inseguridad, puede esperar sentada otro ministro para que se solucionen sus problemas. 

Doña Sabina encaja perfectamente, sin embargo, en un gabinete que parece el jardín florido de las ideologías y el yermo desierto de las aptitudes de gobierno.

El triste presidente vive en la ilusión de aparecer como un amigo del pueblo, pero el pueblo (mucho más que los progres urbanos) pide orden, para vivir en paz y trabajo, para vivir de lo propio… pide justamente aquello que el gobierno de Alberto Fernández parece empeñado en destruir.

Queda como consuelo que esta vez le haya tocado al títere de la tirana probar el amargo fruto de su política de seguridad

El ánimo social se caldea… y el argentino no vive sólo de las palabras que salen de la boca de Fernández. La ideología le jugó una mala pasada: se acercó a la región flagelada por los incendios de la Patagonia, buscando presentarse como el salvador que llega repartiendo ayudas, se dio un baño de pueblo con guardia reducida y, cuando el mar se agitó, su equipo se las vio negras para evacuarlo en una camioneta sin blindaje que terminó con los vidrios rotos por las pedradas.

Institucionalmente es una catástrofe, claro, pero no es más que el fruto de la estupidez y la falta de planificación, como todo lo que hace su gobierno. 

Los detenidos por el ataque fueron rápidamente puestos en libertad. A los chubutenses que perdieron todo por unos fuegos, cuya causa no ha sido aún determinada pero que dejaron una vez más en evidencia la ineptitud del aparato estatal para limitarlos, les queda como consuelo que esta vez le haya tocado al títere de la tirana probar el amargo fruto de su política de seguridad y de su abolicionismo penal.

El hecho, que causó estupor en todo el arco político y dio lugar a mensajes de solidaridad de varios dirigentes de la oposición, parece sólo un anticipo lo que espera a la casta que gobierna la Argentina.

El crecimiento del sentimiento antipolítico del que dan cuenta los sondeos de opinión de un año a esta parte debe ser motivo de preocupación para más de uno.

Mientras tanto, el pueblo sigue viviendo en carne propia la destrucción de aquello que alguna vez se llamó la Argentina. 

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