«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
Abogado. Columnista y analista político en radio y televisión.
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El sentido del sacrificio

11 de septiembre de 2023

8 de septiembre de 1968. El pasado 20 de agosto tropas del Pacto de Varsovia invadieron Checoslovaquia para sofocar el ciclo de reformas conocido como la Primavera de Praga. La operación fue un paseo militar para los efectivos polacos que, junto a los soviéticos, los húngaros y los búlgaros han impuesto la voluntad de Moscú por encima de las aspiraciones checoslovacas.

En este día de septiembre, se celebra en Varsovia el tradicional Festival de la Cosecha. De antiguo origen religioso, una celebración para dar gracias a Dios por los frutos de la tierra se ha convertido, como sucede en todos los regímenes comunistas, en un evento fundamentalmente político. Miles de personas y los altos cargos del partido comunista se han dado cita en el Estadio del 10º Aniversario del Manifiesto de Julio, en el mismo lugar donde hoy se levanta el Estadio Nacional. Los nombres nunca son secundarios en las sociedades dominadas por la propaganda. El Manifiesto de Julio era la proclama del Comité Polaco de Liberación Nacional. Publicada en Chełm en 1944 y revisada por el propio Stalin, resumía el proyecto político comunista para la Polonia posterior a la guerra. A pesar de su tono proaliado, simbolizaba un liderazgo comunista frente al del gobierno polaco en el exilio de Londres. En adelante, gracias al Ejército Rojo, serían los políticos comunistas y no los del exilio quienes se harían con el poder en el país. Conmemorar el manifiesto implicaba exaltar el régimen que servía a Moscú.

El gobierno presente en el estadio había ordenado al Ejército Popular Polaco participar en la invasión de Checoslovaquia. Mientras allí, en Varsovia, se celebraba la buena cosecha, los checoslovacos sufrían la opresión de ejércitos que decían ser populares, es decir, de los pueblos. Había unas cien mil personas y periodistas de todas partes. Acababa de hablar Władysław Gomułka, primer secretario del partido y gobernante desde que los soviéticos lo instalasen en el poder para aplacar el descontento que había estallado en las protestas de 1956. Llevaba en el poder doce años.

De repente, sucedió algo.

El lector debe imaginarse un estadio lleno de gente. Animación, familias con niños, la algarabía de un festival. Hay cierta agitación en torno a una localidad. Un hombre está ardiendo. Hoy sabemos que se había rociado con líquido inflamable. Sostiene una bandera con una leyenda que todo polaco conoce: «Por vuestra libertad y la nuestra«. Es la divisa que, desde 1831, los patriotas polacos llevaron por todo el mundo mientras Polonia estuvo repartida entre el Imperio Ruso, el Imperio Austriaco y el Reino de Prusia. Esa reivindicación de libertad había inspirado alzamientos, guerras de liberación y movimientos de patriotas durante todo el siglo XIX. Allí donde había dos polacos, había una célula patriótica lista para actuar y restaurar la patria dividida. A veces, no hacían falta ni siquiera dos. Bastaba un poeta como Mickiewicz o un músico como Chopin para que Polonia volviese a la vida en los recuerdos y la esperanza.

Pero aquí hay un hombre que está ardiendo. Algunas cámaras de fotos captan el suceso horroroso de un cuerpo consumido por las llamas. Hay una brevísima grabación, apenas unos segundos, obtenida por el noticiero. Todo pasa muy deprisa. Se lo llevan. No se sabe si ha sido un accidente. Hay mucha gente, mucho jaleo. En medio de la confusión, la antorcha humana pasa casi desapercibida. Quién sabe si, de haber ardido mientras hablaba Gomułka, lo hubiese visto más gente. Estaba sentado en la grada. Tal vez hubiese sido más visible si hubiera echado a correr por el campo del estadio. No lo sabemos. Casi nadie en el público lo sabe, pero acaban de ver el primer suicidio en protesta por la invasión de Checoslovaquia.

Este hombre, que se ha prendido fuego delante de una multitud distraída por el festival, ha hecho de su muerte un acto de rebelión política ante la injusticia. Ha ardido ante el mundo y el mundo apenas se ha enterado.

Bueno, unos pocos sí lo saben. A la policía política, el temible Servicio de Seguridad, no se le escapa nada. El señor se llama Ryszard Siwiec. Ha nacido en Debica, en el sudeste de Polonia, en 1909. Está casado. Tiene cinco hijos. Trabaja como contable. Ha luchado, junto al Ejército del Interior, contra los nazis. Obviamente siente desafección hacia el régimen comunista. Lo sacan vivo del estadio. Murmura frases de protesta mientras lo trasladan al hospital. Su esposa puede visitarlo un instante. Tiene el 80% del cuerpo quemado. Resulta imposible salvar su vida, que ha entregado a las llamas como protesta. Muere al cabo de cuatro días en el hospital.

Hay que actuar rápido. Lo primero es esconder las fotos y la grabación. Casi nadie las verá mientras haya un gobierno comunista en Polonia. Después hay que sembrar rumores —estaba loco, estaba borracho, fue un accidente— y evitar que los periodistas extranjeros averigüen la verdad. Es imposible esconderlo por completo, así que hay que enterrar lo sucedido bajo toneladas de mentiras, medias verdades, contradicciones. No se trata tanto de mantenerlo todo en secreto como de hacer indiscernible lo verdadero de lo falso. Envían agentes al funeral para dar a los asistentes distintas versiones de lo ocurrido. La policía política interroga a la esposa. Se investiga a su entorno. Se intercepta su correspondencia.

Temporalmente, los comunistas consiguen tapar la noticia, que logra atravesar el Telón de Acero y llegar hasta los estudios de Radio Free Europe en Múnich, pero no le dan credibilidad. Ryszard Siwiec ha sido reducido al silencio. Su historia sólo saldrá a la luz después de la caída del comunismo. Nuestro hombre recibirá, a título póstumo, condecoraciones polacas, checas y eslovacas.

Sin saberlo, otros acompañaron y siguieron a Ryszard Siwiec. Los más famosos son los checos que también se quemaron vivos: Jan Palach, Jan Zajíc y Evžen Plocek. Ocho personas se manifestaron en la Plaza Roja de Moscú. Una de ellas llevaba una pancarta con la divisa «Por vuestra libertad y la nuestra» en ruso. En la República Democrática Alemana la Stasi practicó detenciones preventivas.

Por desgracia, en España, estas cosas no suelen recordarse ni mucho menos conmemorarse. Ni Ryszard Siwiec ni otros que sacrificaron su vida en protestas o en movimientos de oposición al comunismo tienen placas ni plazas que preserven su memoria. Tal vez por eso, la protesta ha perdido el sentido de seriedad y compromiso que tuvo en el pasado. En una sociedad entregada al lucimiento y el artificio —eso que se llama el «postureo»—, hombres como Siwiec deben de parecer radicales o extremos; peor aún, idealistas que no lograron nada ni tuvieron «impacto» alguno. Uno podría decir, como François de Charette en la magnífica «Vencer o morir«, que «nada se pierde«, pero creo que no se trata sólo de eso, de «lograr cosas».

Siwiec y otros como él dieron un ejemplo de dignidad e integridad que no puede sino admirarnos. Sacrificar la vida por un ideal es radicalmente diferente del ideal posmoderno resumido en la cita que se atribuye a James Dean y que, en realidad, pronunció Humphrey Bogart: «Vive rápido, muere joven y deja un bonito cadáver».

Media un abismo entre el sacrificio con sentido, la entrega de la propia vida por una causa justa, y la muerte absurda y romantizada. He aquí la dimensión vastísima de lo que se ha perdido en nuestro tiempo.

Esta columna recuerda hoy a Ryszard Siwiec.

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