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Abogado. Columnista y analista político en radio y televisión.
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La guerra no declarada

20 de febrero de 2023

El martes pasado el Parlamento Europeo ratificó, con 340 votos a favor, 279 en contra y 21 abstenciones, el acuerdo alcanzado con el Consejo por el que se revisarán las normas en materia de emisiones de CO2 de los turismos y furgonetas nuevos. Se trata de que a partir de 2035 no se vendan vehículos de combustión en la Unión Europea con el fin de reducir a cero ese año las emisiones de CO2 de turismos y vehículos comerciales ligeros nuevos. Se han dispuesto objetivos intermedios de reducción de emisiones para 2030, del 55% para los automóviles y del 50% para las furgonetas en comparación con el nivel de 2021. En realidad, la guerra contra los vehículos de combustión comenzó mucho antes. Ya en julio de 2021 la Comisión Europea propuso la prohibición de venta de vehículos diésel o gasolina a partir de 2035. 

El trasfondo político e ideológico es la Agenda 2030. Ya lo dice la exposición de motivos de la Ley 7/2021, de 20 de mayo, de cambio climático y transición energética: «El marco internacional está definido. El Acuerdo de París de 2015, el desarrollo de sus reglas en Katowice y la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible marcan el inicio de una agenda global hacia el desarrollo sostenible, que conlleva la transformación del modelo económico y de un nuevo contrato social de prosperidad inclusiva dentro de los límites del planeta. Ambos acuerdos ponen de manifiesto que el profundo cambio necesario en los patrones de crecimiento y desarrollo solo puede realizarse de manera global, concertada y en un marco multilateral que siente las bases de un camino compartido a la descarbonización, una agenda que exige una nueva gobernanza para su éxito, en la que han de involucrarse Administraciones Públicas y sociedad civil«. Desde «sostenibles» hasta «inclusivo» pasando por «global» y «gobernanza», ya ven ustedes que no falta el lenguaje típico del globalismo. El Gobierno de Pedro Sánchez y Podemos se ha entregado a él por completo. Cito de nuevo la exposición de motivos: «El Consejo de Ministros del 29 de junio de 2018 aprobó el Plan de Acción para la Implementación de la Agenda 2030 donde se definen las políticas palanca que servirán para acelerar la implementación de los Objetivos de Desarrollo Sostenible«. El PP, por cierto, se abstuvo en la votación de la ley en el Congreso de los Diputados.

Así, sería un error ver esto sólo como una cuestión de izquierdas y derechas. Hay que introducir la variable de élites y clases populares para ver, en toda su extensión, hasta dónde llega la guerra no declarada contra la inmensa mayoría de la población de la Unión, que son los que tienen vehículos de combustión. Los mismos que van a Davos en aviones privados pretenden que el trabajador de una población de la periferia tenga que comprarse un coche eléctrico para reducir las emisiones de CO2 o ir en el transporte público, es decir, renunciar a la libertad que supone elegir cómo quiere desplazarse. 

Se trata de la misma ideología elitista y antihumanista que pretende salvar el medio ambiente –»el planeta», se suele decir- a costa de arruinar a las clases populares haciéndoles imposible vivir como venían haciéndolo. En los Países Bajos, por ejemplo, el gobierno impone a los granjeros una reducción de CO2 que llevará a miles de ellos al cierre de sus explotaciones. En Inglaterra, el activista ambiental George Monbiot ha propuesto erradicar lo que llama la «plaga blanca»: los rebaños de ganado ovino. En Madrid, José Luis Rodríguez-Almeida hizo creer a sus votantes que eliminaría Madrid Central, pero sólo se limitó a cambiarle el nombre. Una vez más, aplicó políticas de izquierda con los votos de la derecha. Ciudadanos, por cierto, le brindó una magnífica coartada para hacer lo que quería. 

Aquí el verdadero choque no es entre ricos y pobres, sino entre trabajadores y activistas “woke”, que en realidad sirven a esa élite que no va a prescindir de nada, pero pretende que las clases populares lo pierdan todo. Las acciones de influencia son constantes y van desde la normalización del consumo de alimentos producidos con insectos -por ejemplo, mediante el uso de harinas- hasta la imposición de prohibiciones como la que hoy nos ocupa. Los instrumentos más útiles son la propaganda y las sanciones administrativas; en particular, las multas. El aparato de control lo completan medidas como las subvenciones a las industrias consideradas «verdes». 

En su libro «Woke, Inc.: Inside Corporate America’s Social Justice Scam», Vivek Ramaswamy describe el proceso en que las grandes empresas decidieron que, además de dar beneficios a sus accionistas debían salvar al mundo mediante políticas progresistas que, en realidad, sólo servían a las élites. Habría que sumar a ellas, naturalmente, el interés de grandes inversores por inducir demandar y generar necesidades a través de la filantropía, los «think tanks» y los medios de comunicación, con los que se colabora mediante programas de becas, subsidios para investigaciones y otras acciones de persuasión. La clase social de los gestores corporativos, la «managerial class», ha resuelto que somos demasiados en el planeta, comemos demasiada carne y viajamos demasiado en coche y avión.

El profesor Francisco Contreras ha resumido, en la introducción a su libro «Contra el totalitarismo blando» (Libros, Libres, 2022), los canales de influencia empleados: «Escuela, universidad, medios de comunicación, plataformas de las Big Tech, publicidad y políticas de personal de las grandes empresas (capitalismo woke), cine, leyes ideológicas […]». Los llamados criterios ESG -siglas de «environmental, social and governance«- ejemplifican cómo la ideología «woke» ha permeado la gestión de las empresas. 

Estamos viviendo una guerra no declarada contra las clases populares consistente en que formas enteras de vida desaparezcan para que una élite transversal a la izquierda y la derecha pueda seguir viviendo como desea y, además, calme su conciencia al tiempo que genera nuevos mercados. Recuerden quiénes sufrieron más los confinamientos. No fueron los grandes gestores empresariales cuyo trabajo puede hacerse en remoto y por videoconferencia, sino los comerciantes, los hosteleros, los que no podían «pasar al teletrabajo» ni fueron considerados «esenciales». Desgraciadamente, todo aquello parece olvidado ahora.

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