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Abogado. Columnista y analista político en radio y televisión.
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Por la rebelión campesina

6 de marzo de 2023

En octubre de 2019 comenzaron las protestas de los granjeros de los Países Bajos, a quienes se requieren unas cuotas de emisiones de nitrógeno a la atmósfera que implican el cierre de más de diez mil granjas. El pretexto, como suele suceder con estas medidas, es el cumplimiento de la Agenda 2030.

Ahora se han sumado los granjeros belgas, que se manifestaron el pasado viernes en Bruselas contra las políticas del gobierno de Flandes, que van en la misma línea que el de su vecino: imponer tales límites a la emisión de nitrógeno a la atmósfera que, de hecho, harán imposible la supervivencia de familias enteras. Más de 2.700 tractores tomaron el centro de Bruselas en una marcha que recordaba no sólo a las concentraciones de sus vecinos neerlandeses, sino a las columnas de camioneros canadienses que, a su vez, alzaban la voz contra la política de restricciones y confinamientos en los meses de enero y febrero de 2022. A los canadienses los trataron como a terroristas. En los Países Bajos, se han practicado detenciones, se han impuesto multas y, en un caso, se abrió fuego contra un tractor que conducía un adolescente. Hasta ahora, en Bélgica, no se ha llegado a estos niveles de violencia contra los manifestantes. 

En el fondo de todo este descontento, late la falta de legitimidad democrática de la Agenda 2030 y del resto de políticas globalistas que, so pretexto de la salud mundial y la salvación del planeta, se pretenden imponer como medidas de «gobernanza». Retengan esta palabra porque, al igual que sucede con «resiliencia», «equidad», «sostenibilidad» y «salud sexual y reproductiva», pertenecen a la neolengua que intenta camuflar el sentido de las cosas. Cuando les hablen de la «gobernanza global», pónganse en guardia porque se avecinan problemas.

Los granjeros belgas advertían en sus pancartas del peligro de desabastecimiento que supone el cierre de las granjas. Además de salvar el planeta -y habría que ver si estas medidas conducen a eso- alguien debería pensar en salvar al género humano, es decir, en alimentarlo de forma segura. Aquí está la clave. Europa Occidental, en general, produce alimentos seguros y en abundancia para alimentar no sólo a su propia población, sino también para exportar. España, en esto, es un modelo. Tómese la ganadería de vacuno, la producción hortofrutícola, el olivar… Nuestro país dispone de sobrados recursos para alimentarse de forma sana, natural y segura. 

Para tratar de neutralizar las protestas de los granjeros en los distintos países, se han ido elaborando consignas que nos resultan tristemente familiares. Se los ha acusado de explotar «macrogranjas», de contribuir al cambio climático, de ser violentos y estar atrasados. En España, ha sido especialmente activo el ministro de Consumo, Alberto Garzón, que no ha perdido ocasión de dañar al sector cárnico y ganadero español. Así, en una entrevista al periódico The Guardian presentó un acta de acusación contra «las macrogranjas» -un término bumerán sin mucho significado- en términos que cualquier globalista aplaudiría: «Encuentran un pueblo en una parte despoblada de España y ponen 4.000, o 5.000, o 10.000 cabezas de ganado. Contaminan el suelo, contaminan el agua y luego exportan esta carne de mala calidad de animales maltratados«. No era fácil dañar al mismo tiempo al mercado español y a las exportaciones, pero el ministro de Izquierda Unida lo logró con creces.

Detrás de estos intentos de estigmatizar a la carne y a las granjas so pretexto del cambio climático, hay una estrategia de generar nuevas necesidades. Si cierran las granjas y se reduce la producción de carne natural, habrá una demanda de productos artificiales como los que ya se comercializan bajo la denominación de «carnes vegetales», lo que supone una contradicción en los términos. Se ampliarán, también, las posibilidades comerciales de los productos elaborados con harinas de insectos, que por cierto ya se venden en la Unión Europea. El aporte proteínico, dirán, es el mismo. Por supuesto, los rasgos culturales que la ganadería, la agricultura y la gastronomía dan a cada país resultarían irrelevantes… Pero no, de irrelevantes nada.

En efecto, junto con la creación de nuevos mercados hay un intento de desfigurar las sociedades y los pueblos. En torno a la agricultura, la ganadería, la producción de carne y otras formas de economía agraria, hay modos tradicionales de relacionarse con el ecosistema, hay recetas e ingredientes típicos, hay fiestas y celebraciones. Ya lo dijo Victorino Martín, el gran ganadero de bravo, en su lúcida comparecencia de 2019 en el Congreso de los Diputados: «Un movimiento internacional organizado, con el único fin de imponer un nuevo orden moral en el mundo, de manera que este sea más plano culturalmente, más homogéneo, con menos matices. Un mundo plano culturalmente, listo para que el vacío dejado por nuestras expresiones culturales sea colonizado, qué duda cabe, por nuevas costumbres, un pensamiento único en un mundo con consumidores homogéneos”.

Nos hace falta un ecologismo para la vida humana y no para su desaparición. Nos urgen políticas que salven la economía del campo en lugar de hundirla. Es imprescindible un frente común que detenga esas políticas de «gobernanza» que, en realidad, sólo buscan el interés de las élites globalistas

Necesitamos, pues, una rebelión campesina del siglo XXI

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