El expresidente Álvaro Uribe Vélez anunció que no regresará al Congreso, despejando toda duda sobre su posible aspiración al Senado en 2022 -corporación a la que renunció en 2020 para hacer valer su derecho al debido proceso en uno de los procesos que adelante la justicia colombiana en su contra-, pues era evidente que en la Corte Suprema el ambiente estaba ensombrecido, como bien lo describió en su momento Eduardo Mackenzie, por decir lo menos.
Uribe siempre se ha presentado, ha estado dispuesto a responder todo interrogatorio, toda duda, a ofrecer evidencias que acompañen sus afirmaciones. Eso, por alguna extraña razón, es motivo de sospecha en el alto tribunal.
Además de haber sido el presidente en ejercicio con la tasa de aprobación más alta, llegando al 90% después de la famosa “operación jaque”, en la que se logró la liberación de un grupo importante de secuestrados por la organización terrorista FARC-EP -entre los que se encontraba la ex candidata presidencial Ingrid Betancourt- Uribe también fue el senador con la más alta votación en la historia, en 2018, al obtener más de 800.000 votos.
Gracias a esto su partido, el Centro Democrático, no solamente mantuvo su número de escaños en el Congreso de la República, sino que se consolidó como una fuerza decisiva que lograría el triunfo en la primera y segunda vuelta presidencial, llevando a Iván Duque al solio de Bolívar.
Hoy aquel presidente que salvó a Colombia de su peor crisis política, social y económica en 2002, compite en imagen desfavorable con quienes llegaron al poder con el apoyo de los peores carteles del narcotráfico y con quienes despejaron el país para negociar con las FARC.
Esto no ocurrió de la noche a la mañana. Se trató de un ataque sistemático a su imagen y a su obra de gobierno orquestado por su sucesor en la presidencia, Juan Manuel Santos, quien logró ser el candidato del uribismo en 2010 solo para acercarse a las FARC y derrotar en 2014 -con un ambientado discurso de paz- a quien otrora fuera para él “el mejor presidente en la historia de Colombia”, como lo expresó el propio Santos en su primera toma de posesión (evento en el que pidió a Uribe estar en la mesa principal, rompiendo todo protocolo).
En aquél 7 de agosto de 2010, asumía la Presidencia del Congreso el senador uribista Armando Benedetti y como jefe de Estado el candidato uribista, Juan Manuel Santos. Hoy el primero hace parte del “pacto histórico”, coalición que busca la elección de Gustavo Petro como presidente, y el segundo ostenta un nobel de paz por el acuerdo que logró con la guerrilla de las FARC, que fue rechazado en las urnas por la mayoría del pueblo colombiano. Suficiente evidencia de las intenciones originales que tuvieron tantos en 2010: acabar con el legado de Uribe.
2018, sin embargo, vio el resurgir de una fuerza política contundente que, con Uribe a la cabeza, logró reversar en las urnas aquello que el gobierno de turno le había impuesto a Colombia, irrespetando al constituyente primario y validando lo acordado con las FARC, a través de la corte constitucional y el congreso en 2016.
Hoy, tres años después, las bases del partido de gobierno expresan su malestar con la gestión presidencial. Le cobran a Uribe haber impuesto a Duque como candidato y se siente una ruptura entre la bancada en el parlamento y la militancia del partido.
Uribe ha tenido que reconocer que su respaldo público a un candidato puede tener hoy un efecto negativo y que es mejor respaldar la democracia, sin expresar su preferencia.
Con gallardía tuvo que enfrentar su arresto -ordenado por la corte suprema de justicia en agosto de 2020- sin que esas mayorías que otrora gritaban su apellido con esperanza se pronunciaran.
Colombia es país de memoria selectiva y el régimen se ha encargado de opacar el legado de quien fue reconocido como el mejor senador y presidente de Colombia.
Este mes se conmemoran 23 años de la toma de la ciudad de Mitú, capital del departamento del Vaupés, por parte de las FARC. El estado no lograba reaccionar y el terrorismo imponía su voluntad y mantenía un cerco sobre las ciudades capitales de toda Colombia.
Fue una década nefasta donde caían asesinados candidatos presidenciales, los carteles explotaban bombas, asesinaban dirigentes políticos, empresarios y policías. Las carreteras estaban tomadas por guerrilleros y los niños sabíamos que teníamos que ver las botas de quienes detenían el auto en un retén (pues así sabíamos si eran soldados o guerrilleros).
Esa Colombia parece haber sido borrada de los libros de historia y hoy Uribe es expuesto como un delincuente y las FARC como una fuerza campesina que entregó las armas para buscar la revolución por las vías legales. ¡Cuánta farsa, cuánta mentira!
Quienes pudimos viajar por Colombia cuando se recuperó el orden, cuando los carteles y las guerrillas se tuvieron que esconder en lo más profundo de la selva, cuando vimos que se inauguraban hoteles, obras y empresas como nunca; no debemos olvidar en qué gobierno se sentaron las bases para ello.
A Uribe podemos y debemos criticarlo por aquello en lo que se pudo haber distanciado de su programa original y por los errores que como dirigente político y expresidente puede cometer, pero nunca permitir que pase a la historia como un criminal, mientras se celebra la vida de alias “Mono Jojoy”, alias “Alfonso Cano” y tantos criminales de lesa humanidad a quienes hoy tratan de “Honorables senadores, honorables representantes”.