Las tiranías de toda laya sonríen, pues saben que viven su mejor hora. A diferencia de lo que ocurre en el mundo moderno y civilizado de las democracias, los tiranos no tienen que rendirle cuentas a nadie. Al fin y al cabo esos autócratas son responsables solo ante sí mismos, y nunca ante las instituciones o las poblaciones que dicen representar.
La evidencia es elocuente y salta a la vista: el putinismo sigue firme y sin contratiempos en Rusia; el dominio político del Partido Comunista continúa gobernando a la China (aún cuando es el principal culpable de esta desgracia mundial); la tiranía de los Castro (prolongada a través de interpuestas personas) es quien todavía maneja los destinos de Cuba; Kim Jong-Un es aún el líder máximo de la surreal Corea del Norte, el régimen sátrapa de Daniel Ortega gobierna a sus anchas en Nicaragua. Y así. Podríamos seguir enumerando indeseables ad nauseam.
En mi país, Venezuela, Nicolás Maduro no se ha quedado atrás en el perfeccionamiento de sofisticados medios de control social de la población durante la pandemia: el llamado “Sistema Patria” ha sido el mecanismo utilizado por el chavismo para recabar información de los ciudadanos venezolanos, construyendo así una gigantesca base de datos que ayuda a doblegar la voluntad de una sociedad ya de por sí exhausta ante el apremio de todo orden que existe en el país.
Dicho sistema es, de suyo, un método que permite discriminar entre quienes se asimilan ante el poderío del Estado criminal que encabeza Maduro y pueden disfrutar de algunas migajas que el régimen tiene para otorgarles, y quienes quedan marginados de este esquema; es decir: los que no existen para la revolución. Las estimaciones apuntan que “Patria” ya alcanza unos 18 millones de inscritos.
Por ejemplo, esta semana el tirano chavista ha indicado que, en su magnificencia, ha decidido conceder un “bono” especial de 15 millones de Bolívares mensuales (unos €5) a quienes estén afiliados al sistema. De igual modo, Maduro ha ordenado que se rebajen las tarifas de servicios básicos como la luz eléctrica y el agua potable, pero solamente a quienes estén inscritos en esta humillante modalidad. Control social, en su máxima expresión.
El aumento del Estado
Lo sospechábamos. La pandemia desatada por la propagación mundial del virus chino conllevaba altas probabilidades de proporcionar estabilidad a regímenes políticos autoritarios; eso en un marco de situaciones en las que el Estado -como figura central- tendría cada vez más y más cancha para intervenir en la vida de los ciudadanos, controlándoles. Asunto especialmente peligroso en países en los que ese mismo Estado ejerce su poder prácticamente sin límites, y en donde la Ley y la separación de poderes prácticamente no existe.
Entendiendo que solo el poder central es capaz de ordenar cuarentenas y administrar programas de ayuda social, si es que es el caso, el Estado en tiempos de pandemia ha expandido considerablemente su capacidad de acción. ¿Quién lo duda? Al día de hoy hasta los gobiernos más minimalistas y reducidos del mundo se han visto compelidos a contravenir el manual de la ortodoxia liberal, interviniendo en más asuntos de los que les gustaría formar parte.
El último año se ha caracterizado por un ambiente general que en todo el mundo remite a una atmósfera de latencia de la fatalidad, de acecho de la muerte. Y en medio de esa asfixia de la psique y el achicamiento del bolsillo que imponen los recortes laborales de empresas que simplemente ya no pueden seguir en pie (los cierres abundan aquí, allá y más allá), el individuo de nuestro tiempo se va convirtiendo cada vez más en un sujeto al que solo le queda clamar al cielo por más controles en la movilidad para evitar el desborde en los contagios, más auxilios sociales provenientes del Estado para sobrellevar la crisis económica de los despidos y, a fin de cuentas, la creencia de que solo “desde arriba”, a través de una entidad superior encarnada en los burócratas de sus países, será posible sobrellevar esta crisis del demonio.
Los deseos de cambio político han quedado aparcados allí en las sociedades en las que medio existían. Las protestas para derrocar tiranos han quedado suspendidas hasta nuevo aviso. El vector de democratización de los países que, para desgracia del siglo XXI, aún viven bajo regímenes de fuerza, se ha detenido completamente. La desmovilización de las masas es lo común en los días que corren. Su atrincheramiento en los espacios privados y la atomización de su ser bajo cuatro paredes es la cruel realidad que nos toca narrar en la actualidad.
Lo primero es mantenerse con vida, cueste lo que cueste. La defensa de las libertades individuales ha perdido la guerra, al menos de momento. El poder de los autócratas sabe que vive su mejor momento. Durante todo el último año han tenido delante al mejor experimento humano con el que hayan podido topar en los últimos cien años: sociedades pasmadas, inmóviles, temerosas ante un virus que las carcome desde dentro. Es, además, el perfecto caldo de cultivo para la idolatría del Estado, del poder total y sus burócratas, que son vistos como la última salvación a la que la gente puede aferrarse en medio de todo este pandemónium.
Esto además en un contexto en el que el mundo civilizado, en abstracto, se ha revelado como absolutamente incompetente a la hora de exigirle explicaciones sobre el manejo de la pandemia a estos regímenes del horror, pero vaya que sí sabe muy bien ponerle alta la exigencia sobre la gestión del Coronavirus a las democracias; o mejor dicho, a lo que va quedando de ellas.
Al día de hoy la Organización de Naciones Unidas y su subsidiaria, la Organización Mundial de la Salud, han sido incapaces de establecer un proceso de asignación de responsabilidades de la propagación del virus dentro de la nomenklatura del régimen chino. Eso, para comenzar por el principio.
Desde este rincón solamente clamo al cielo porque termine la pandemia y con ello el claustro que se nos ha impuesto a quienes creemos en la libertad del individuo y en el derecho natural de los pueblos de vivir desprovistos de cadenas que les amarren y de regímenes que les castren la voluntad. El fin del covid-19 como amenaza sanitaria a nivel mundial será, también, el fin de la zona de confort para tiranos y tiranías que, de momento, sienten que cabalgan a sus anchas en el planeta.