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CRÓNICAS DEL ATLÁNTICO NORTE

Cuando la diversidad es desvarío y dinero

Fotograma del programa 'Down for love'. Netflix

Las riendas de la industria del entretenimiento están en manos de personas que están cada vez más alejadas de la realidad, de la belleza, de la verdad, de la empatía, de la bondad, y también del sentido común. En su ensayo sobre el ateísmo en First Things incluye David Baddiel una reflexión interesante al respecto, aunque lo hace al referirse a la ausencia de fe o de perspectiva que aleja de Dios a la sociedad contemporánea: «Realmente, no tiene nada que ver con el tiempo cronológico, el progreso, la evolución o la inteligencia», señala, «sino con el declive de ciertas formas de relacionarse con la realidad, como el asombro verdadero y profundo, que en realidad sólo es alcanzable en la recuperación del entusiasmo inocente que sentimos de niños». 

Tal vez esté ahí el origen de una onda expansiva de fealdad, de inoportunidad, de destrucción que va destruyendo lo que no hace tanto estaba bien, y que, incluso cuando busca un propósito noble, termina tan alejado de la realidad como de la pertinencia. Hace ya cinco años que desapareció el famoso desfile anual de Victoria’s Secret, tras una caída de audiencia, y polémicas como la crítica de uno de sus directivos a los modelos trans, o los vínculos de la marca con Epstein. Ahora, reinventados, han vuelto y tal vez no era necesario. 

El nuevo desfile es en realidad un documental llamado The Tour 23 que ha estrenado Prime Video. La marca ha dinamitado su identidad, siempre a medias entre el lujo, lo sexy y la belleza, y ha construido sin mucho éxito una horrible amalgama de clichés con acento de vanguardia artística feminista, modelos que parecen estar desfilando por una funeraria, y ropa que en vez de disimular los michelines, busca precisamente resaltarlos, que no estoy seguro de que sea la intención mayoritaria entre sus clientes.

«En lugar de ofrecer diferentes versiones de la belleza en la pasarela icónica que conocemos y amamos», escribe Rebeka Zeljko en The Federalist, «se espera que nos sentemos frente a un extraño conglomerado de artistas angustiados, ropa que no nos queda bien y activismo». «Prácticamente nada de la iconografía de Victoria’s Secret que la gente apreciaba unánimemente fue incluida en el espectáculo. En lugar de alas deslumbrantes y lencería que parecían productos que los consumidores podían comprarse, optaron por el camino de la high fashion«. «Un artista transgénero de hombre a mujer que aparece en el espectáculo se vistió con cinta adhesiva y bailó frente a la Policía colombiana en una protesta contra el gobierno», y otras extrañas iniciativas culturales se mezclaron con la aparición de alguna de las top models icónicas de la marca, en un paradójico intento por traer a la memoria aquello que están intentando rechazar

Lo cierto es que, relata la autora, el giro woke de la compañía está creando un importante agujero económico desde que «tomaron la decisión socialmente esperada de incorporar una lista diversa de modelos». La razón por la que ahora inciden en la misma línea la desvela Zeljko al final: «Porque, en comparación, la aniquilación cultural de la marca los arruinaría socialmente. Es demasiado pedir que una marca mantenga sus principios y que aproveche las mismas cualidades que distinguieron a su producto desde el principio, debes insistir en lo poco convencional y lo feo, de lo contrario eres un fanático que vale la pena cancelar». 

La apuesta por la «diversidad» para ganar dinero conduce a veces a lugares extraños. Con valentía escribe Mark Bradford, como padre de un hijo con síndrome de Down, sobre Down For Love, uno de tantos horribles reality-show de citas pero con la particularidad de que «explota a personas con síndrome de Down» como concursantes. «Algunas personas que viven con síndrome de Down y sus familias pueden encontrarlo encantador, pero como padre de un hijo de veintitantos años con síndrome de Down, me molesta un programa de televisión que convierte en curiosidad las vulnerabilidades de los jóvenes con síndrome de Down mientras luchan por encontrar relaciones significativas», escribe Bradford. 

«Tengo curiosidad por saber cuál podría ser el interés motivador de los espectadores fuera de la comunidad con síndrome de Down», añade, «pero no tengo ninguna duda del interés motivador de los productores. No se produce nada en televisión sin la promesa de dinero». «La explotación de las personas con discapacidad tiene un largo pasado, desde los bufones de la corte hasta los espectáculos secundarios de los festivales y hasta el presente», señala el autor, que denuncia también la existencia de un grupo de danza llamado Drag Syndrome, un show en el que maquillan y disfrazan de mujer a jóvenes con síndrome de Down para que bailen en un escenario, «un abuso claramente horrible». 

«Las relaciones humanas son importantes para las personas con discapacidades intelectuales y del desarrollo», concluye, «sus esfuerzos por navegar las complejidades de las relaciones no deben ser objeto de entretenimiento que convierta a las personas vulnerables en una fuente de diversión lasciva«. Y, confieso, estoy de acuerdo. Pero es Netflix. ¿Crees que a Netflix le importa algo todo esto? Probablemente le importan tanto como las víctimas de ETA. 

La ideología deshumanizadora se ha comido la realidad, primero, y el sentido común después.

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