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Pintura blanca en tiempos oscuros

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A veces, tal vez la amable resaca navideña, la esperanza de una primavera florida, o estos días tan fríos de leer en paz frente a la chimenea, caigo en la tentación de pensar que ya ha pasado el tiempo de los idiotas, que no cabe ni uno más, que ya los hemos censado a todos. Siempre me equivoco al sucumbir a tal pensamiento. Por si usted no lo sabe, existen serios indicios de que la pintura blanca es racista. El Gobierno noruego se ha propuesto llegar hasta al final en esa investigación destinando un dineral a tal efecto, lo que supone un nuevo hito en la carrera de despilfarro estúpido, superando holgadamente a los risibles análisis españoles con perspectiva de género en la construcción de carreteras.

«El área de investigación actual de Halland», relata Bruce Bawer en The American Spectator, «se refiere al compuesto químico dióxido de titanio, que, extraído en Sokndal, Noruega, fue transformado por primera vez por científicos noruegos hace un siglo en un producto innovador que se hizo popular internacionalmente. La modesta afirmación de Halland es que esta popularidad fue, en gran parte, un reflejo del racismo. Verás, el dióxido de titanio es el pigmento que se usa en la mejor pintura blanca, un pigmento que, desde su introducción, ha hecho posible que las paredes y otras superficies sean más blancas que el blanco. Lo cual, insiste Halland, es un problema, uno grande». «En un artículo académico reciente, Halland reconoció que el TiO2 no es químicamente tóxico, pero agregó que su introducción en el mundo de la pintura para paredes ‘creó las condiciones para el surgimiento de actitudes hacia el color que podrían considerarse socialmente tóxicas». 

El resultado es que Halland ha logrado una pasta, de dinero público, para investigar este asunto crucial. «El proyecto de Halland», añade el autor, «al que espera dedicar los próximos cinco años, está siendo financiado por el Consejo de Investigación de Noruega, es decir, los contribuyentes noruegos, por una suma de más de un millón de euros». Blanco y en botella.

Pero puestos a quemar en la hoguera de los idiotas fondos públicos, hay capítulo aparte siempre para los ambientalistas. En The Daily Caller, Peter Murphy saca algunas conclusiones poco amables pero bastante rigurosas sobre la enésima «histeria climática» en Davos: «La histeria climática en el Foro Económico Mundial se puede resumir en dos conceptos básicos: dinero y poder. Los Sres. Kerry y Gore y sus compañeros viajeros climáticos» persiguen «control social y la extracción de más dinero, principalmente de los contribuyentes estadounidenses». «Mientras que Kerry y Gore relataron sus disparates sobre el planeta a los asistentes del WEF que asintieron con la cabeza», concluye, «todos ellos se perdieron de vista lo inútil, irrelevante y carente de ciencia que es su farsa. Todo es palabrería, incluido su diagnóstico embellecido y sus supuestas soluciones».

Y mientras Kerry y Al Gore salvan el planeta, Biden está buscando un agujero donde meterse y practicar la postura del avestruz. Los editores de National Review dedican un largo editorial a explicar y analizar la trayectoria del escándalo de los documentos clasificados del presidente, justo después de que dijera que él mismo «informó» de lo sucedido y aseguró que había sido «transparente». «Hay muchas cosas que decir sobre este escándalo, entre otras, preguntarse por qué el Departamento de Justicia ha esperado hasta ahora para tomar medidas investigativas básicas que deberían haberse tomado hace semanas», señalan, «sin embargo, una cosa que no debe decirse es que nuestro presidente self-reported es un modelo de transparencia». 

En estos días en que las amenazas al cristianismo vuelven a estar en boca de todos en Europa, y en particular en España tras el atentado yihadista de Algeciras, resulta especialmente inspirador y esperanzador leer el largo ensayo que el arzobispo católico de Sidney, Anthony Fisher, ha publicado en First Things, tratando de averiguar si el estado actual de Occidente es poscristiano o precristiano, y añadiendo en su artículo una provocadora sentencia: «El ateísmo está en mayor peligro de extinción que el teísmo». 

«Incluso cuando la fe se reconoce como una opinión mayoritaria o la libertad religiosa como un derecho fundamental», escribe, «algunos consideran que la religión es tan ignorante, incluso peligrosa, que debe ser restringida y finalmente erradicada». Paradójicamente, señala que «el laicismo vive parasitariamente con la cultura cristiana, porque ningún otro anfitrión se ha mostrado tan adecuado». «Sobrevivir a tiempos como estos», concluye, «requerirá una desecularización y despaganización de instituciones y corazones; una fe clarividente y ferviente; narración eficaz de la historia cristiana a través de la predicación, la enseñanza, las artes, la educación y los medios de comunicación; confianza renovada en la visión antropológica, soteriológica y ética cristiana; una vida afectivo litúrgico-devocional; vidas de justicia, compasión y santidad; la renovación de comunidades solidarias de familia, parroquia y escuela; una voluntad de colaborar con personas que son más poscristianas o precristianas que cristianas; paciencia, fidelidad y esperanza para perseverar en tiempos oscuros; sobre todo, la gracia del Espíritu Santo». 

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