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la ley de «memoria democrática» busca trasladar la guerra a las aulas

José Antonio: desenterrar a un fusilado que pidió el fin de la Guerra Civil y un gobierno de concentración

Abadía benedictina del complejo monumental del Valle de los Caídos. Europa Press
Abadía benedictina del complejo monumental del Valle de los Caídos. Europa Press

José Antonio Primo de Rivera era tan fascista que propuso el fin de la guerra, la amnistía y un gobierno de concentración cuando en España se sucedían los fusilamientos en ambas direcciones. Lo hizo recién comenzado el conflicto mostrando una vocación de concordia pionera, inédita en la clase política de su época, y adelantándose a la reconciliación oficial de 1978.

Se trata de un episodio silenciado —no como la dialéctica de los puños y las pistolas— por razones evidentes, pero el líder de Falange reivindicó desde la prisión de Alicante un gobierno conformado por ministros de todas las sensibilidades que acabase con la contienda. José Antonio pensó en el republicano Diego Martínez Barrio para presidirlo y en figuras como Melquíades Álvarez, Portela Valladares, Sánchez Román, Juan Ventosa, Miguel Maura, Ortega y Gasset, Gregorio Marañón e Indalecio Prieto que, ironías de la historia, formó parte del consejo de ministros que firmó su sentencia de muerte.

En su proyecto de gobierno nacional, José Antonio exigía la amnistía general, la reposición de los funcionarios declarados cesantes a partir del 18 de julio y la disolución y desarme de todas las milicias. Además, reclamó un programa de «política nacional reconstructiva y pacificadora» y la «deposición de las hostilidades y el arranque de una época de reconstrucción política y económica nacional sin persecuciones, sin ánimo de represalia, que haga de España un país tranquilo, libre y atareado».

Sorprende aún más su deseo de despolitizar los tribunales, compromiso que 90 años después resulta imposible de asumir por quienes se erigen en sumos sacerdotes de la historia y, en general, por todos aquellos que cultivan pose democrática. José Antonio quería que la Justicia dependiera del Tribunal Supremo, «constituido tal como está» y que se rigiera «por las leyes vigentes antes del 16 de febrero», día de las elecciones en que el Frente Popular ganó de manera fraudulenta en 1936.

Naturalmente este programa de reconciliación nacional ha sido relegado durante décadas a un olvido del que, por supuesto, tampoco se ocupan las leyes de memoria histórica de un Gobierno que reescribe los años treinta a su antojo, desentierra la guerra civil y a víctimas de la retaguardia como Primo de Rivera, al que profanan su tumba los herederos de quienes ordenaron su muerte. José Antonio fue fusilado al alimón por un gobierno revolucionario y el jurado popular que lo juzgó en Alicante. Estos tribunales especiales no eran una institución republicana, sino revolucionaria, pues no existían antes de la guerra: fueron creados en agosto de 1936 para encauzar la orgía de asesinatos en la zona roja y estaban compuestos por miembros de organizaciones del Frente Popular.

En el caso que nos ocupa el ministro de Justicia e histórico de la CNT, Juan García Oliver, presionó al juez para que condenara a José Antonio, que recurrió para que le conmutasen la sentencia por la de cadena perpetua. En vano, el tribunal envió el veredicto de muerte al presidente del consejo de ministros, el socialista Largo Caballero, que lo ratificó ante su Gobierno.

Hace sólo un par de décadas era impensable que un presidente del Gobierno desenterrara a un jefe de Estado y a una víctima de la guerra. Logrados ambos objetivos quizá ya no sea una quimera la demolición de la cruz del Valle de los Caídos. Claro que si hemos llegado hasta aquí —aceptando la institucionalización del guerracivilismo— es por la desidia de quienes podrían haber frenado la espiral de revanchismo que España sufre desde que Zapatero aprobara la ley de memoria histórica en 2007.

El argumento empleado entonces para justificar la nueva legislación apelaba al dolor de los familiares de las víctimas fusiladas durante la guerra. Pronto se demostró que no tenía sentido: para desenterrar un cadáver no es necesaria una ley, los ayuntamientos llevaban años otorgando estos permisos de exhumación. Entonces, ¿para qué se hizo? El acento se ponía exclusivamente en las víctimas de un bando, el franquista, al que se sometía a una especie de juicio de Núremberg. El espíritu de la ley deslegitima al bando sublevado y el posterior régimen de Franco.

La norma, actualizada esta legislatura, contempla un prisma inquietante: trasladar la guerra a las aulas. La memoria democrática contiene en su artículo 45 «medidas en materia educativa y de formación del profesorado» en las que es muy probable que no cuenten a los alumnos la carta que José Antonio escribió cuando conoció su fatal destino. «Ojalá fuera la mía la última sangre española que se vertiera en discordias civiles. Ojalá encontrara ya en paz el pueblo español, tan rico en buenas calidades entrañables, la Patria, el Pan y la Justicia […] Perdono con toda mi alma a cuantos me hayan podido dañar u ofender, sin ninguna excepción, y ruego que me perdonen todos aquellos a quienes deba la reparación de algún agravio grande o chico».

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