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Pensamiento Woke

Francia, la extinción de una sociedad que revive el 68 en bucle

Imagen de una de las jornadas de revueltas y disturbios en la localidad francesa de Nanterre (Alain Jocard / Afp / Dpa )

Una anciana francesa fragilísima, partida en llanto, de rodillas en el asfalto levanta las manos y ruega, a su alrededor Francia arde. A ambos costados de su plegaria pasan los policías que tratan de detener los incendios, las puñaladas, las piedras, los morteros, las violaciones, las mutilaciones. Pero la anciana no pide protección, tampoco que cesen los ataques, lo que la anciana grita entre lágrimas es «Je vous en prie n’allez pas vous battre, c’est ridicule». La anciana pide a la policía que deje hacer, que no impida el saqueo, que no detenga la furia, les ruega de rodillas que no vayan a pelear. Su plegaria no es por piedad, por temor, por paz. Su plegaria es vanidad, narcisista e infantil.

De todos los videos que se acumulan para graficar la guerra en las calles de Francia este es particularmente llamativo por lo que esta mujer parece representar: la vejez del sesentayochismo que se niega a morir. Curiosamente es también Nanterre, como en el 68, el lugar donde se desatan los acontecimientos y de nuevo Francia, como en loop, vuelve a ser la vidriera de las tensiones que determinan los cambios de época. Vale la pena volver a pensar en el 68 francés si se rastrean hasta ese momento las raíces de una sociedad sumisa y entregada, que prefiere aferrarse a su complaciente reflejo virtual antes que salvar la vida real. Es necesario entender qué fue de la feligresía del mayo francés para entender qué demonios hace la señora arrodillada, qué demonios hace Europa arrodillada.

El sesentayochismo, un prolongado capricho irredento, triunfó. Claro que no en la política partidaria, en mayo llegaba al pináculo de su escenificación revolucionaria y en junio su enemigo acérrimo ganaba las elecciones, mientras que la izquierda política establecía acuerdos gremiales e institucionales dándoles olímpicamente la espalda. Pero a pesar de buscar lo inmediato «el cielo por asalto», el sesentayochismo triunfó en el largo plazo, porque lo que no logró la política, ni la economía ni la guerra, lo logró esta generación de narcisos aburridos. Cambiaron de manera global, profunda y brutal a la sociedad occidental, impusieron su infantilismo, su desconexión de las causas con las consecuencias, su manía por la ingeniería social, y sus valores se transformaron en un código moral universal. 

Las revueltas de mayo de 1968 empezaron a comienzos del año, justamente en la misma Nanterre de Nahel, o no tan la misma porque la prosperidad iba en aumento y hoy la cosa es al revés. Empezaban en una universidad recién creada gracias a la bonanza que los despreciados adultos habían conseguido merced a sacrificios hechos en épocas menos venturosas y en la que los jóvenes vivían cómodamente intercalando demandas antibelicistas con protestas para conseguir que sus habitaciones fueran mixtas. Mientras la política tradicional se tensaba en una guerra solapada, la generación del 68 tejía una guerra mucho más sutil para cambiar la sociedad. Y esta fue la guerra que triunfó. La guerra de los sentimientos por sobre la realidad, la de la emocionalidad como conciencia comunitaria. La guerra de la sexualidad como herramienta política, la del sujeto colectivo. Fue la revolución que doblegó al capitalismo infiltrando su naturaleza y fue la generación que transformó a la izquierda en moda y objeto de consumo. Ahora la izquierda y la derecha no tienen otra narrativa más que el apoyo o la reacción a la narrativa sesentayochista y es sólo en base a ella que se definen.

La generación del 68 fue la semilla del identitarismo que hoy es la base del pensamiento woke. Fue la generación que convirtió al feminismo de la igualdad de derechos en un colectivo voluble, demandante y resentido, y a la lucha de clases la sustituyó por la lucha de los géneros. Tomaron el ecologismo y lo transformaron en panteísmo laico, un instrumento de decrecimiento para combatir el avance tecnológico. El capitalismo occidental que había sacado de la pobreza a sus padres era culpado de ser el causante de la miseria mundial. 

Atacaron especialmente a la educación, comenzando por el mundo académico, cobijados justamente en la universidad de masas, fenómeno excluyente del boom capitalista de un mundo sin guerra mundial. Si sus padres habían visto la universidad como motor del ascenso social, para el sesentayochismo la educación universitaria era un mecanismo de represión y dominación. Una pedagogía decadente y voluntarista era la idea sesentayochista de escuela, cuyo fin ya no era la transmisión de conocimiento. De pronto la meritocracia dejaba de ser un valor para transformarse en un perpetuador de desigualdades estructurales, jerarquías y esclavitud. La educación tradicional garantizaba el mantenimiento del sistema y por tanto debía ser transformada.

Hoy Nahel es la chispa que enciende la guerra en Francia, esa guerra en la que la anciana no quiere combatir. Pero es que Nahel no es un cuerpo externo del sesentayochismo, Nahel es su producto, es un joven que no obedece, que no se somete a las reglas de convivencia impuestas por la odiada sociedad de la cual la policía no es más que un perro guardián. Nahel es un digno nieto del 68 que no se somete al sistema de valores burgueses. Y es muy posible que Nahel ni siquiera hubiera entendido su rol en la afiebrada ideología que ya tiene más de medio siglo, pero eso es lo de menos, porque lo que cuenta es que el sesentayochismo es condescendencia y soberbia colonial de pensar al otro siempre como el buen salvaje, un retorcido masoquismo culposo que atormenta a la señora echada en el asfalto. El sesentayochismo desprecia a la autoridad porque su naturaleza es asimétrica y eso rompe con otro de los dogmas que también nace de las barricadas del Barrio Latino: el igualitarismo.

Si la anciana ruega a la policía que no actúe, lo que en verdad les está pidiendo es que no pisoteen su sueño, que no destruyan su fantasía más allá de las calamidades que apareje. El siglo XXI nació marcado por esos sueños, el infantilismo y su correspondiente negación de la finitud humana, el inmediatismo, el combate a cualquier pretensión de normalidad «¿qué es lo normal?» es el latiguillo eterno que legaron esos jóvenes viejos, así como la transgresión como valor en sí mismo. La cultura occidental que abrazó al sesentayochismo lleva décadas creyendo que su idea más antigua es novedosa, la rebeldía juvenil. Y para peor aquellos jóvenes del 68 llevan décadas creyendo que son jóvenes, que el espíritu del 68 los preserva de cualquier necesidad de madurar, «negándose al envejecimiento» como señalaba Edgar Morin, queriendo ganarle tiempo. Han pasado de la adolescencia a la senilidad negándose a las tragedias reales.

Mayo del 68 es la cosmovisión de que la juventud es una categoría política y no un estadío francamente efímero de la vida. La juventud autopercibida y convertida en sujeto social es una categoría incapaz de reconocer responsabilidad, demandante y lista para una dependencia de las estructuras reales del poder, ese poder que no paró de crecer desde que occidente aceptó el sesentayochismo como ética. La juventud como colectivo tiene comportamientos propios, por ejemplo la cultura de la excusa, la incesante demanda de bienestar y ludismo al tiempo que reclama independencia, y esta forma de entender al mundo fue aceptada por todas las generaciones posteriores. Sin esa cosmovisión es imposible entender el progresismo con su puritanismo cínico, el paradigma de los ofendiditos y el progresivo crecimiento del control social a cambio de protección y subsidios. El fin del mérito los protegió de la competencia, del esfuerzo, de toda responsabilidad. Reducidos a un simulacro de insumisión, la pretensión de revolución sólo les permitió la revolución del deseo, única libertad que el poder les tiene permitida. El inocuo conformismo del anticonformismo hecho hegemonía.

Uno de los grandes logros del espíritu del 68 fue convertir en triunfo las derrotas del utopismo socialista. El sesentayochismo tardío es un gran propagandista capaz de despegarse del muro de Berlín, de los fusilamientos del Che Guevara, o de la dictadura stalinista. El corporativismo financiero es el primero en notar esta habilidad y en contratar sus servicios de marketing y simulacro. Mayo del 68 es un fracaso político transformado en épica, la épica que sobrevive a la implosión soviética. Por eso recordamos sus simpáticas consignas como «prohibido prohibir» o  «Seamos realistas, pidamos lo imposible» o «¡Haz el amor y no la guerra!» pero poco se recuerda que gritaban también: «La humanidad será feliz cuando el último burócrata sea colgado con las tripas del último capitalista». Guattari, Foucault, Marcuse, Deleuze superaron largamente las expectativas gramscianas. Idearon el situacionismo basado en convertir cada microsituación en una batalla política, inventaron la Revolución Molecular, toda una teoría del poder y de los mecanismos para conseguirlo que, quienes aún piensan en términos de guerra fría, no podrán entender.

Los antisistema se convirtieron en sistema, su figura icónica, Daniel Cohn-Bendit, es hoy la catalización del establishment mientras sigue vendiendo su imagen de rebeldía juvenil. Ha sido un paladín de la burocracia global pero sus consignas siguen siendo contrahegemónicas, un milagro del ilusionismo. Dany el rojo se transformó en Dany el verde, conforme el ecologismo suplantaba la narrativa de las barricadas. Dany es tan funcional al control social que no pocos señalaron al Mayo del 68 como la primera de las revoluciones de colores. Pocos pasaron a la acción directa del terrorismo setentista, muchos llegaron a los gobiernos. En algunos casos supieron atender a ambos amos, como Debray, guerrillero con Guevara y funcionario con Mitterrand. Pero el caso de Debray sirve para mostrar la forma sencilla en la que los adoradores de la acción directa setentista se convirtieron luego en respetables miembros de la clase política en todos los países. 

Los eternos jóvenes irreverentes del 68 luego se insertaron en el sistema, fueron profesores, periodistas, artistas, todos resortes de la producción cultural. De nuevo, el 68 ganó todas las mentes, tiene sentido que hoy Francia, Europa y occidente no tengan anticuerpos. Alcanzaron la cúspide del poder hacia fines del siglo pasado, mientras los ilusos creían que la historia había terminado y que el sesentayochismo estaba muerto y enterrado. Los 90 fueron el momento en el que terminaron de cambiar la piel, la sociedad occidental se había sesentayochizado, tragando todas y cada una de las pastillas de su diseño, habiendo logrado el dominio absoluto de la cultura, el arte y la educación. Ellos adoctrinaron a la generación woke. Occidente es hoy el fruto de la siembra del 68 y la anciana ruega que no pisen sus brotes.

Mucho se habló del paralelismo con los ataques surgidos luego de la muerte de George Floyd, cuando EE. UU. también se volcó a un ritual de destrucción y violencia liderado por un afán de acallar la misma culpa narcisista de la anciana francesa. El aparato cultural americano era una comunión indisoluble de frases buenistas que sugerían que todos deberían hacerse a un lado y permitir que los saqueadores mataran, violaran, incendiaran y saquearan. Kyle Rittenhouse pagó las consecuencias de no entregarse a esa orgía de sumisión y sólo a modo de ejemplo hay que recordar el titular del New York Times: What Kind of Society Values Property Over Black Lives?. Valdría más la pena preguntarse qué sociedad valora más su postureo moral que su vida y propiedad. Francia es ahora esa señora viendo todo a su alrededor arder incapaz de superar sus delirios de juventud rancia y desequilibrada. Los líderes del sesentayochismo, de los más violentos a los más integrados llegaron al poder o se acomodaron en sus confortables alrededores, mientras quienes tragaron su vacía, incoherente, infantil y soberbia ideología simplemente se sientan en la calle a ver cómo se quema todo, incapaces de tolerar los conflictos ni sus soluciones.

Lo que en el mundo cruje hoy, las polarizaciones y las grietas, las agendas totalizantes, las elites ensimismadas drogadas de poder, las masas ovejunas encerradas durante años por miedo al clima, a la enfermedad o al otro, el imperio de la autopercepción y la arbitrariedad son todos brotes de una simiente delirante que también comenzó en Nanterre y que en medio siglo dominó al mundo. Bajo el empedrado no estaba la playa sino una esclavitud que no tiene parangón en la historia porque nunca fue tan unánime, tan ubicua, tan calcada, tan viral. Una sociedad que construyó su narrativa alrededor del «prohibido prohibir» hoy tiene prohibido el uso de su propio dinero, la soberanía sobre su propio cuerpo, su libre circulación, su acceso a la información, la libre investigación científica, el libre comercio, la libertad de conciencia, la libertad de expresión y la búsqueda de la propia felicidad. Dijeron «Seamos realistas, pidamos lo imposible» y consiguieron que nada sea posible, ni siquiera la defensa de la propia existencia.

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