Antes de las costas libias hay traficantes que se hacen de oro con la miseria de los demás. Hasta seis mil euros cobran estas mafias a los hombres y mujeres que ahora esperan un futuro en el Aquarius.
Nos permitirán hoy que dejemos de lado la actualidad nacional -o la puramente nacional, al menos-, para centrarnos en lo que pasa en Libia, más allá de Libia y después de Libia.
Un barco con más de seiscientas personas a bordo ha conseguido llevar a portadas de periódico y a aperturas de telediario un asunto, el de la inmigración, que lleva más de dos años haciendo política en Europa.
Estamos hablando de personas y, por tanto y antes de nada, lamentar su situación; lamentar que más de medio millar de seres humanos estén ahora, mientras usted lee estas líneas, en condiciones de hacinamiento, falta de higiene y, seguramente, con miedo e incertidumbre. Ni España, ni Italia, ni Grecia ni ningún país civilizado pueden rechazar la mucha o poca ayuda que puedan prestarles. Unos primeros auxilios que ninguna conciencia recta puede ignorar y mucho menos rechazar.
Pero un análisis medianamente honesto y riguroso de la cuestión pasa por el ejercicio -muy del agrado por cierto de nuestros políticos- de no dejarse llevar por las emociones – ¿escucharemos a la progresía decir ahora eso de no legislar en caliente?- y de tratar de entender qué hay hasta llegar a las costas de Libia y qué hay entre las costas de Libia y las de Italia -o España-.
Antes de las costas libias -y La Gaceta puede sentirse orgullosa de llevar años denunciándolo – hay traficantes de personas que se hacen de oro con la miseria de los demás. Hasta seis mil euros cobran estas mafias a los hombres y mujeres que ahora esperan un futuro en el Aquarius. Lo hacen en medio de la absoluta impunidad que les concede la desastrosa situación política de Libia, ese país que antes de las primaveras árabes que hacían sonreír a Obama y Clinton vivía bajo la autoritaria y tirana mano de Gafadi y que, después de él, vive bajo la crudelísima dictadura del terror, el dinero y el poder.
Inmigrantes del África subsahariana, del Asia más pobre y de Centroáfrica se agolpan en las costas libias; engañados y con los ahorros de toda su familia, compran billete hacia el futuro que las mafias les han vendido pero que en realidad no existe. Suben a una barca -con el combustible necesario para alejarse lo imprescindible de la costa- y allí, a la deriva, quedan a la espera de una embarcación que los recoja. Reciben un trato inhumano -latigazos, insultos, abusos sexuales- hasta la llegada de la ONG de turno que los llevará a las costas europeas -fueron griegas primero, italianas después y parece que ahora serán españolas-.
Y así día tras día. Mes tras mes. Las ONGs han convertido los rescates en una rutina tan habitual que muchos trabajadores del Mediterráneo hablan ya de servicios de taxi. ¿Y quién denuncia a las mafias? ¿Quién trata de frenar el tráfico de seres humanos? ¿Quién se avergüenza de la existencia de mercados de seres humanos – “200 euros los más débiles, los otros te los dejo en 500”-? ¿Quién pide perdón por el apoyo a lo que hoy, con enorme cinismo, los políticos de Occidente llaman, con cara de pena, ‘estados fallidos’?
Y, sobre todo y más importante: ¿qué políticos hay dispuestos a hablar de lo que de verdad ocurre y de por qué ocurre? ¿Quién desvestirá al emperador y reconocerá que esta Europa en crisis es incapaz de asumir la llegada de cientos de miles de personas sin provocar un colapso económico y social, y que más valdría tratar de ayudar a estos seres humanos en sus países de origen para que no se vean obligados a vender su vida en un viaje en barca a ninguna parte? Ojalá haya alguien dispuesto a decirlo. Ojalá.