Las insinuaciones de última hora sobre una ‘solución nuclear’ al conflicto abierto por la invasión de Ucrania por tropas rusas han puesto el macabro foco en esa vieja pesadilla de la Guerra Fría, pero no es el armamento atómico lo que ha dado alas a Vladimir Putin para creerse lo bastante fuerte para emprender esta arriesgada aventura. Ha sido, más bien, la disparatada política occidental de placas y molinillos, el sueño verde sin red que ha dejado a Europa a los pies de los caballos moscovitas. Metafóricamente, Greta Thunberg sería la aliada objetiva de Moscú en esto.
Porque Rusia no es ajena a nuestro entusiasmo ecologista ni a la obsesión mundial con ese cambio climático que se retrasa y al que hemos condicionado toda nuestra vida política, y muy especialmente nuestras elecciones energéticas. Para que nos hagamos una idea, hoy la creencia popular, repetida hasta la saciedad, es que en Europa (España es, en esto, una excepción parcial) dependemos de Rusia para la energía porque carecemos de ella; y, sin embargo, hace solo quince años Europa exportaba más gas natural que Rusia. Hoy, Rusia exporta el triple de lo que producen todos los países de Europa. Y la razón está en el gretinismo europeo, que nos ha llevado a decisiones tan irresponsables como la de prohibir el ‘fracking’, el aprovechamiento del esquisto. Y Moscú no se ha limitado a aplaudir nuestra estupidez, sino que, en parte, la ha financiado.
Lo cuenta en un reciente editorial el Wall Street Journal, con un titular de lo más expresivo: «Una lección en masoquismo energético». En él se cita al exsecretario general de la OTAN Anders Fogh Rasmussen, que ya en 2014 achacó el activismo contrario al ‘fracking’ a los intereses rusos, asegurando: “Rusia, como parte de sus sofisticadas operaciones de información y desinformación, se implicó activamente con las llamadas ‘organizaciones no gubernamentales’, los grupos ecologistas que presionaban contra el petróleo de esquisto, para mantener la dependencia con respecto al gas ruso de importación”. Verde y en botella.
Por decirlo en palabras del periodista y autor norteamericano Michael Shellenberger, la exitosa campaña de los ecologistas, basada en el inducido pánico al Cambio Climático, para abandonar precipitadamente los combustibles fósiles y la energía nuclear a favor de unas ‘energías renovables’ que, en el estado actual, no dan ni de broma para hacer frente a la demanda de una sociedad industrial avanzada, ha provocado la mayor crisis energética del último medio siglo.
Esa es la gran arma de Putin, que sabe que Europa produce 3,6 millones de barriles de petróleo al día pero utiliza 15 millones de barriles de petróleo cada 24 horas; que Europa produce 230.000 millones de metros cúbicos de gas natural al año, pero utiliza 560.000 millones de metros cúbicos; que Europa usa 950 millones de toneladas de carbón al año, pero produce la mitad. El líder ruso sabe que Rusia produce 11 millones de barriles de petróleo por día pero solo usa 3,4 millones; que Rusia ahora produce más de 700.000 millones de metros cúbicos de gas al año, pero solo usa alrededor de 400.000 millones, que Rusia extrae 800 millones de toneladas de carbón cada año pero usa 300. Así es como Rusia termina suministrando alrededor del 20% del petróleo de Europa, el 40% de su gas y el 20% de su carbón.
Son habas contadas, números que entiende el que asó la manteca. Lo difícil de entender, en cambio, es por qué nos hemos abocado a esta posición clamorosamente suicida. Y la respuesta es, sobre todo, humillante.
La respuesta es que un Occidente alejado muchos años de la escasez, en medio de la era más opulenta de su historia, se ha dejado convencer por un cuento de hadas bien estructurado y, sobre todo, machaconamente repetido, que podría resumirse así: nuestro uso de combustibles fósiles y energía nuclear pone al mundo al borde mismo del apocalipsis y la autodestrucción; afortunadamente, no tenemos que sacrificar seriamente nuestro nivel de vida, porque podemos desarrollar ‘energías renovables’ que suplan el abandono de las fuentes convencionales. Y nada en este cuento delirante es verdad. Al menos, no toda la verdad. Por decirlo en pocas palabras, este evangelismo verde y sus consecuencias en la política de nuestros países ha sido lo que ha permitido a Putin ganar un control absoluto sobre el suministro de energía de Europa.
Mientras animaba en el exterior esa ‘transición ecológica’ a la que en España se le ha dado todo un ministerio, en su país Vladimir Putin hacía lo contrario. Se lanzaba de lleno a promover las nucleares para poder exportar su preciado petróleo y gas a una Europa con jóvenes enfermos de «ecoansiedad» y obsesionada por la «huella de carbono», un concepto hábilmente introducido por una agencia publicitaria que trabaja para British Petroleum. Prohibieron las pajitas de plástico debido a la tarea de ciencias de un niño canadiense de 9 años. Pagaron horas de terapia de «ansiedad climática».
Putin ha estado muy ocupado ampliando la producción de gas y petróleo y duplicando su capacidad en energía nuclear para exportar todo lo posible, mientras Europa cerraba sus centrales -¿Nuclear? ¡No, gracias!- y prohibía el ‘fracking’.
Trump entendió la jugada y sermoneó a Alemania por su dependencia energética de Rusia, que era al mismo tiempo un obvio problema de seguridad internacional.