«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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CRÓNICAS DEL ATLÁNTICO NORTE

Los hijos son de los padres

Siguiendo con nuestro capítulo de obviedades semanales, hay que repetirlo: un hijo es de su padre y de su madre. No de Joe Biden, no de Ursula von der Leyen, no de Pedro Sánchez, a menos que pongan o se dejen poner una semillita nueva y les nazca otro propio. Pero Biden creo que ha tenido suficiente en los últimos tiempos con Hunter. Dudo que Ursula von der Leyen quiera incrementar su huella de carbono familiar. En cuanto a Sánchez, un bebé ahora podría restarle protagonismo en las fotos. De modo que todos los demás no son suyos.

«La Casa Blanca está repleta de aspirantes a autoritarios que creen que el Estado lo haría mejor [que los padres] criando a los niños llenando sus cabezas impresionables con ideas corrosivas e inmorales», escribe David Harsani en The Federalist. Para los demócratas «no es asunto nuestro con quién te acuestas o de qué sexo te disfrazas, pero es asunto nuestro que los niños de la escuela primaria administrada por el Gobierno corran agitando banderas celebrando la identificación sexual y la disforia de género como pequeños soldados en la Revolución Cultural más tonta de la historia».

«El otro día en la Casa Blanca —prosigue el autor—, el autoproclamado pontifex maximus del verdadero americanismo levantó la bandera del Orgullo con el mismo nivel de reverencia que la de barras y estrellas, una bandera que existe para representarnos a todos. Aunque, para ser justos, la mayoría de los izquierdistas contemporáneos parecen mucho más cómodos firmes bajo una bandera arcoíris que bajo una estadounidense».

En medio del densísimo ambiente de la ideología, encontramos algo bueno: las banderas de la izquierda cada vez duran menos. Así como la estupidez, decía Gómez Dávila, «cambia de tema en cada época para que no la reconozcan», los iconos progresistas son como bengalas en la noche; cuando sólo queda el carbón, lo tiran por la borda y a por otra causa. Una muestra: «El apoyo público al  movimiento Black Lives Matter (BLM) se encuentra en su nivel más bajo desde la muerte de George Floyd en mayo de 2020», relata en The Daily Caller James Lynch, antes de ofrecer un resumen devastador sobre para qué sirvió todo aquel circo —desde las rodillas hincadas de los futbolistas hasta los contenedores ardiendo por las calles—, basándose en una encuesta de Pew Research: «La mayoría de los estadounidenses no cree que BLM haya sido efectivo para lograr sus objetivos, un 32% dice que ha sido muy efectivo para llamar la atención sobre el racismo. Sólo un 14% dice que el movimiento condujo a una mayor responsabilidad policial y un 8% cree que mejoró la vida de las personas negras. Sólo un 7% cree que el activismo de BLM mejoró las relaciones raciales, con un 31% de los encuestados asegurando que entienden los objetivos totalmente, o muy bien».

Ocurre que la izquierda utiliza el poco tiempo de luz de sus bengalas y pancartas para, con la presión social máxima, aprobar leyes que de otro modo jamás saldrían adelante. Es lo que lleva años haciendo California, donde ahora se da un paso más en la gran aberración, de nuevo con la intención de borrar a los padres de las decisiones más graves de sus hijos menores. Se trata del proyecto de ley AB 957, que pretende «favorecer a un padre divorciado sobre el otro por razones políticas», como explican un editorial de National Review.

El proyecto de ley, ya aprobado por la asamblea estatal e impulsado por Lori Wilson —que alentó al cambio de sexo a su propio hijo—, considera que la negativa de un padre al cambio de sexo de su hijo es una «afrenta a la salud, seguridad y bienestar del niño», de modo que de facto define este rechazo paterno como un abuso, «creando un precedente para aplicaciones mucho más amplias». «Si un padre puede perder los derechos de custodia después de un divorcio por no cambiar de sexo a su hijo», se preguntan los editores, «¿qué impedirá que el Estado retire también a los niños de padres felizmente casados ​​o incluso solteros?». «En temas trans, California está cayendo en una locura colectiva», concluyen.

En el otro lado de la contienda, un artículo de Michael Knowles en The American Conservative sobre el nuevo libro de Patrick Deneen viene a remover el avispero donde más duele: el profesor de Ciencias Políticas de la Universidad de Notre Dame, en Indiana, culpaba de nuestros males políticos, en su anterior obra, no solo a la izquierda sino también a esa parte de la derecha que se ha acogido a los postulados progresistas. Ahora en Regime Change da un paso más, proponiendo soluciones que, si bien no contentarán a todos, abren un debate inaplazable en el conservadurismo occidental.

La crítica de Deneen supera a Marx y señala también al «racionalismo que ha erosionado nuestra herencia cultural, el cosmopolitismo que desarraigó a las comunidades tradicionales, el escepticismo que marginó a la religión, el individualismo que desmanteló la familia, el materialismo que estranguló el deseo de virtud», resume Knowles. El autor también subraya el hecho de que no hace mucho la izquierda americana trataba a los conservadores como ricos y privilegiados: «Si esa narrativa alguna vez fue cierta, no lo ha sido al menos desde 2012, cuando los demócratas suplantaron a los republicanos como el partido de los ricos. Hoy en día, los demócratas caricaturizan a los republicanos, no como tíos ricos, sino como ”deplorables”, campesinos pobres que se aferran amargamente a sus armas y a su religión mientras las incesantes olas de progreso liberal borran su posición en la sociedad». Al final, sobre este cambio de tendencia levanta Deneen una nueva estrategia para los conservadores, en donde destaca el «apoyo del Gobierno al crecimiento familiar», que la religión deje de ser considerada «un pasatiempo personal excéntrico», o una renovada protección a los productos nacionales.

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