Sumar, el partido de Yolanda Díaz, presentó la semana pasada su primera iniciativa legislativa: la derogación de los artículos que condenan las injurias a la Corona, los ultrajes a España, las ofensas a sentimientos religiosos y enaltecimiento del terrorismo. El pretexto es la defensa de la libertad de expresión. El objetivo es blindar los homenajes a terroristas y seguir socavando los símbolos de la unidad nacional y sus fuerzas morales.
En efecto, la impunidad de las ofensas a los sentimientos religiosos es una de las causas más queridas de la izquierda. Desde el asalto a capillas hasta la profanación de la Eucaristía, todo les parece libertad de expresión con la sola condición de que vaya contra los católicos. De eso se trata. La izquierda no dirige su artillería simbólica contra los musulmanes ni contra otros grupos religiosos, sino contra la Iglesia católica.
El odio a la Iglesia viene de antiguo. Se suele recordar que la II República llegó al poder quemando iglesias y conventos, pero hay precedentes en el siglo XIX. Una de las fuerzas motrices de la modernidad revolucionaria es el deseo de destruir a los cristianos en la idea de que esto supondrá el fin de la Iglesia. Así sucedió, por ejemplo, en la Guerra de la Vendée (1793-1796), librada en defensa de la fe contra unas fuerzas revolucionarias que querían erradicarla y que ahora pueden ustedes recordar viendo Vencer o morir, que ya se ha estrenado en España. Todas las guerras civiles de la España del siglo XIX están atravesadas por la defensa de la fe católica. Si leen El Grande Oriente (1876), la cuarta novela de la segunda serie de los Episodios Nacionales, Galdós les mostrará aquel país desgarrado. No hace falta recordar que fue precisamente el odio a la Iglesia el inspirador de algunas de las políticas de la II República. Ya sabemos cómo terminó todo aquello.
Así, la pretendida defensa de la libertad de expresión se convierte en libertad de agresión siempre que los agredidos sean los católicos. Ya sea en programas de televisión, en fiestas populares, en eventos subvencionados por las administraciones o en supuestas protestas, la ofensa no sólo debe ser gratuita, sino que además debe quedar impune. Se dice que la blasfemia no puede ser delito. Se hacen comparaciones con los Estados islámicos donde se castiga la apostasía. Se intenta oscurecer el debate de la libertad religiosa de los católicos de profesar su fe sin que los insulten, sin que se burlen de sus dogmas ni se profanen sus templos. Toda esta violencia simbólica jalona el camino hacia la violencia física al normalizar que hay unas personas, los católicos, cuyas creencias uno puede mancillar alegremente. No hace falta insistir en que con otros no se atreverían a tanto.
Sumar y el resto de los partidos del Gobierno son una amenaza para la libertad religiosa. Son los mismos que quieren castigar penalmente a quienes rezan delante de las clínicas abortistas y quienes quieren hacer listas negras de médicos objetores de conciencia. Se trata de los partidos que se apresuran a defender la palabra de los terroristas, pero buscan silenciar a los obispos que se atreven a defender la doctrina católica. Son los políticos que invocan la defensa de los «colectivos vulnerables» mientras no cesan de vulnerar los derechos de los católicos.
Se impone, pues, una defensa firme de la libertad religiosa, esa a la que tanto temen los tiranos. Pienso en los grandes obispos que se enfrentaron a los nazis —por ejemplo, Clemens August Graf von Galen (1878-1946), El león de Münster— o a los comunistas como hizo el heroico cardenal József Mindszenty (1892-1975), detenido, torturado y encarcelado por esos mismos que decían querer liberar a la humanidad de sus cadenas.
Me temo que vienen tiempos muy oscuros para la libertad religiosa en España.