40 años de la Constitución (y II): ¿Un caballo o un camello?
Opinión«Un camello es un caballo diseñado por una comisión”
De La Transición de cristal. Hoy se podrían decir cosas más graves, pero viene bien señalar unos fallos de origen que en vez de corregirse se fueron ampliando. No existe ningún partido constitucionalista, porque todos han socavada insistentemente, desde entonces, la unidad nacional que la Constitución proclama un tanto ambiguamente. Queda clara, asimismo, la falta de principios sólidos en la UCD (para Suárez todo era negociable). Ausencia cuyo origen está en la Concilio Vaticano II, como explico también en el libro. Propiamente la Transición (o más bien la segunda fase de la misma, pues la primera culminó en el referéndum de 1976, cuya decisión fue a continuación desvirtuada) fue realizada básicamente por los falangistas del Movimiento como mano de obra y bajo dirección ideológica democristiana. Algunos de estos creían innecesario un partido nacional (español) en Cataluña y Vascongadas porque los nacionalistas allí eran precisamente democristianos.
Capítulo XVI
UNA CONSTITUCIÓN DEFECTUOSA
La gestación constitucional resultó, pues, poco democrática, pero sólo chocó con la indignación de AP, resuelta con la escisión del partido. El punto más escabroso, pero no el único, fue el de las autonomías, concretado en el Título VIII, y la inclusión del término «nacionalidades». Según Herrero de Miñón, uno de los ponentes con mayor influencia, «Comunistas y, más aún, socialistas, pretendían elaborar una completa nueva planta constitucional en la cual la Jefatura del Estado perdiera sus connotaciones históricas; la parte dogmática supusiera una transformación, cuanto más radical mejor, de la sociedad y la economía; y las autonomías correspondieran al principio del federalismo»; en cambio, interpretaba la postura de AP como un plan de «reformas parciales de las Leyes fundamentales franquistas y adición de otras nuevas», y afirma que UCD acertó «con un término medio: cambiar el Estado, y permitir el cambio social sin cambiar de sociedad ni de Estado». El aserto revela un optimismo algo excesivo.
El Título VIII, referido a la organización territorial y en particular a las autonomías, resulta contradictorio, pues pretende, por una parte, establecer las competencias de las autonomías y del Estado central y, por otra parte, vacía estas últimas al advertir que las autonomías podrán extender sus competencias (obviamente, a costa de las nacionales), y el Estado podrá delegar las suyas (artículo 150.2), bajo condiciones interpretables. Suárez hizo esta concesión un tanto sorprendente para conseguir que el PNV apoyase no lo logró, y a pesar de ello, el artículo no fue retirado. Pese a un afán ordenancista impropio de una Constitución, y a cautelas retóricas, las autonomías, en lugar de delimitarse, quedaron abiertas a una progresión indefinida, a interpretaciones y hasta al hecho consumado, como llegaría a ocurrir.
Los partidos abordaron la cuestión, dice Herrero, desde tres enfoques distintos: a) Los nacionalistas pretendían un reconocimiento nacional para Cataluña, apoyados por socialistas y comunistas, mientras que los nacionalistas vascos hablaban de «soberanía originaria»; b) los socialistas y comunistas defendían incluso el «derecho de autodeterminación», es decir, la posible secesión; y c) la UCD, y en parte AP, pensaban en una «regionalización del Estado», de inspiración orteguiana.
Las aspiraciones de los separatistas catalanes y vascos no precisan glosa. Algo más la coincidencia de socialistas y comunistas con ellos. Esa coincidencia era una tradición en el PCE, no así en el PSOE, antes propenso a un centralismo incluso jacobino. El PCE, aunque centralista de hecho, siempre incluía en su programa la autodeterminación de las nacionalidades según el modelo leninista extraído de la experiencia de los imperios ruso y austrohúngaro, inaplicable a España. El PSOE de González y Guerra asumió así esa postura leninista, por mostrarse radical, por su visión negativa de España y por su antifranquismo, ya que el Régimen anterior había defendido la unidad nacional.
Menos esperable era la repentina inclinación autonomista de la derecha, entusiasta en casos como el de Herrero. En buena medida venía de la influencia orteguiana sobre la Falange, en este caso lo que Ortega había llamado «la redención de las provincias». Según Ortega, España era un «enjambre de pueblos» y nunca se había «vertebrado» como era debido, estatal y socialmente. El filósofo representaba un nacionalismo español «regeneracionista», muy similar a los nacionalismos catalán y vasco por cuanto negaban como nefasta la historia anterior y pensaban tener la receta casi mágica para redimir a los pueblos y elevarlos a la gloria.
Los análisis histórico-políticos de Ortega no cuentan entre sus mejores ideas. Solían ser rebuscados y crear falsos problemas. «Ocurrencias», los llamaba Azaña que, no obstante, se parecía mucho a él en su adanismo hacia España y su historia. Ocurrencias a veces disparatadas, pero expuestas en un lenguaje pomposo que seducía a muchos lectores. La política debía ser «Una imaginación de grandes empresas en que todos los españoles se sientan con un quehacer», señaló el 30 de julio de 1931 ante las Cortes. Azaña, a su turno, propugnaba en Barcelona, el 27 de marzo de 1930, «un Estado dentro del cual podamos vivir todos», como si en España nunca hubieran vivido todos, mejor o peor. Viendo el pronto desenlace de las «grandes empresas» orteguianas y de ese «Estado» tan especial de Azaña, cabe ponderar la peligrosidad de las grandes frases vacías, a medias exaltadas y frívolas. Una ocurrencia de Ortega propugnaba articular España «en nueve o diez grandes comarcas» autónomas, para las cuales «la amplitud en la concesión de self government debe ser extrema, hasta el punto de que resulte más breve enumerar lo que se retiene para la nación que lo que se entrega a la región». Así esperaba contentar, más o menos, a los nacionalistas vascos y catalanes, y salvaguardar el principio de la soberanía nacional. Su discípulo Julián Marías observaría, en 1978, lo inútil y riesgoso de querer contentar a quienes no se van a contentar.
Yacía bajo todo ello un serio temor a los separatismos vasco y catalán, pese a no haber supuesto ningún peligro ni amenaza desde hacía cuarenta años. La razón no confesada de ese generalizado descrédito de todo centralismo provenía ante todo de la ETA y de su posible contagio a Cataluña, Galicia y Canarias, de momento. Ya vimos que la ETA era el único movimiento separatista surgido con algún impulso durante el franquismo, ya muy al final de este y, por las razones expuestas, había adquirido una excepcional relevancia política. No debe olvidarse que el terrorismo ha ejercido una profunda influencia corrosiva y corruptora en España, más que en cualquier otro país europeo, ya desde el pistolerismo ácrata de la Restauración, a cuyo derrumbe contribuyó decisivamente. Influencia debida siempre a la misma causa: la explotación política de los asesinatos por otros partidos teóricamente moderados.
De los tres enfoques autonomistas terminaría imponiéndose el de la derecha muy hibridado con el de los separatistas, con un autonomismo funcionalmente similar al federalismo, pero sin delimitación clara. El ministro adjunto para la Regiones, Clavero Arévalo, propugnó la generalización de las autonomías, creyéndola un modo de disolver los separatismos, mientras que Herrero insistía en unos «derechos históricos», «singularidades históricas» de Cataluña y Vascongadas, que no autorizaban la homogeneidad autonómica. Herrero asimilaba la situación española a la de Gran Bretaña -un verdadero dislate histórico- y llegó a declarar: «La Constitución puede pasar. Ni España, ni Cataluña ni Euskadi pasarán». Igualaba así las tres entidades y recogía el término inventado por Sabino Arana para incluir Navarra y los departamentos vascofranceses. Quizá influyera en tales actitudes el hecho de estar casado con una señora próxima a dirigentes sabinianos. Suárez, más reticente a las tesis del PNV, pensaba que UCCD y PSOE harían la política real en las Vascongadas ante un radicalismo separatista al borde de la ilegalidad.
Probablemente el enfoque más razonable fuera el del nacionalista catalán Roca Junyent en un momento en que, ante las dificultades y diferencias, propuso la reducción del texto a unos principios genéricos a desarrollar luego, y la restauración del estatuto de 1932. Pero ello no ocurriría.
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Una breve digresión histórica ayudará a percibir la sustancia del problema. La invasión napoleónica de 1808 impuso la necesidad de modernizar el Estado con un carácter democratizante y contra las trabas feudales de siglos anteriores (comunes a casi toda Europa). Representó la modernización la liberal Constitución de 1812, con un nacionalismo condensado en la soberanía española, «que no puede ser patrimonio de ninguna familia o persona». Pero encontró rechazo porque parecía recoger principios de la Revolución francesa, vistos con repugnancia por el grueso de un pueblo que luchaba precisamente contra los franceses; a lo que se añadía un injustificado fervor popular por un rey que había sido cómplice oculto de Napoleón. Así, el liberalismo pareció a muchos una doctrina foránea, opuesta a la tradición hispana y al catolicismo. Las subsiguientes guerras carlistas se riñeron, por paradoja, entre unos carlistas españolistas, pero antinacionalistas (no aceptaban la soberanía nacional, sino la del monarca), y unos liberales nacionalistas, pero tachados de antiespañoles y anticatólicos. La victoria final de los liberales en el último cuarto de siglo motivó en Cataluña y Vascongadas, quizá las regiones más tradicionales y religiosas, una reacción regionalista con tintes secesionistas. Factores como la industrialización de Bilbao y Barcelona, las ideologías racistas y un tardío romanticismo antidemocrático, dieron viento a las velas nacionalistas en Cataluña y Vizcaya. No cobraron impulso, sin embargo, hasta el «desastre» de 1898 frente a USA, causa de profunda desmoralización en toda España.
Los separatismos vasco y catalán, concomitantes con el pistolerismo anarquista y los mesianismos socialista y republicano, devinieron una destructiva plaga para los regímenes de libertades (Restauración y II República), abocando a dictaduras, y en un caso a la guerra civil. Las dictaduras de Primo de Rivera y de Franco disfrutaron de una casi nula actividad nacionalista, salvo la tardía de la ETA. Pero después de la Transición democrática, que no debió nada a los nacionalismos, estos iban a convertirse en el mayor escollo para el asentamiento de la democracia, y no sólo por el terrorismo.
Conviene insistir en la ya mencionada diferencia entre el separatismo catalán y el vasco. El vasco gira en torno a una «raza» vasca superior a la «raza» maketa o española, cuyo contaminante roce debe evitar la primera, por lo que es rotundamente secesionista, aunque maniobrase según las circunstancias. El separatismo catalán da a la raza un peso ligeramente menor y considera que, tras ser antaño Castilla hegemónica en la península, había llegado el momento de que la hegemonía pasara a Cataluña, debido a su mayor desarrollo económico y presuntamente cultural. El fundador operativo de este nacionalismo, Prat de la Riba, aspiraba a un Estado imperial desde Lisboa al Ródano, orientado desde Barcelona y expansivo hacia África. Tal idea anacrónica sólo podía conducir a frustraciones, por lo que muchos separatistas oscilaron hacia un imperialismo menor, sobre Valencia y Baleares, englobadas como Països catalans.
Durante la guerra civil, ambos separatismos se habían juntado al Frente Popular, a cuya derrota cooperaron de modo eficaz, aun si involuntario, con sus desavenencias, maniobras secesionistas e intrigas tanto con los fascistas italianos o los nazis como con Londres y París. Tras la victoria franquista, ambos separatismos pervivieron en débiles círculos nostálgicos, amparados por algunos clérigos (debe recordarse el origen clerical y antiliberal de ambos nacionalismos, mantenido en el vasco, no tanto en el catalán, cuyo sector de izquierda se hizo muy anticlerical). Terminada la II Guerra Mundial con la derrota nazi, el racismo quedó condenado internacionalmente, ambos nacionalismos dejaron de invocarlo abiertamente, y el PNV tomó ropaje democristiano. El franquismo apenas hostigó a aquellos círculos y, al final, les facilitó la reconstrucción como barrera (supuesta) al separatismo terrorista. Y aunque se acusa a la dictadura de perseguir las lenguas regionales, permitió la creación de una Academia Vasca que unificó el vascuence, y de ikastolas para la enseñanza en dicho idioma, e instituciones oficiales convocaban premios literarios para fomentarlo; algo similar ocurrió con el catalán, cuya filología se hizo obligatoria como rama en las facultades correspondientes. También data del franquismo la primera editorial de libros en gallego. Por efecto del pistolerismo, sectores vascos minoritarios, pero nutridos y muy activos, se radicalizaron durante la Transición, aun si la mayoría de la población era moderada, incluso entre los nacionalistas. Lo demostró la pronta adscripción de muchos al PNV, que permitió a este rehacerse bastante pronto. Claro que la moderación del PNV era muy relativa: justificaba el terrorismo, aun si con reservas, y trataba de beneficiarse de él, y pretendía el reconocimiento de la «soberanía originaria» vasca, inventada por Sabino Arana: nunca había existido nada parecido a un Estado vasco, cada provincia tenía su propio fuero, escrito en castellano, que le ligaba al Rey de Castilla: ningún país soberano busca un rey autoritario foráneo –los vascos, claro está, no se consideraban foráneos a España- y pacta en un idioma igualmente «foráneo».
Según Herrero, la «soberanía originaria», eufemizada en la Constitución como «derechos históricos», no pasaba de retórica: para el PNV todo se reducía al reconocimiento de «la identidad vasca como cuerpo separado dentro del Estado, sin negar en absoluto que este ejerciera cuantas competencias fueran necesarias A esto se reducía el dogma de la soberanía originaria». La creencia de Herrero suena tan ingenua como suponer sin valor práctico el término nacionalidades: la «soberanía originaria» entrañaba, para empezar, una idea confederal o separatista y el privilegio de los «conciertos económicos» que fragmentaban la economía española.
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La inclusión del término «nacionalidades» ocasionó polémica en la ponencia constitucional, y estuvo a punto de ser retirada. Ante la oposición de AP y algunos de UCD, Herrero propuso emplear los términos históricos, pero desfasados, de Principado y Reinos (Cataluña y Vascongadas nunca habían sido reinos, se habían integrado en otros reinos y a través de ellos en España, según las instituciones medievales). Pero triunfó finalmente la palabra «nacionalidades», y el artículo 2º reza: La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas.
Muchos observaron la contradicción entre «la indisoluble nación española» y las nacionalidades. Se habló de estas por evitar el término más rotundo de naciones, pero significan, o pueden fácilmente hacerse significar, lo mismo. Según la doctrina democrática, en la nación reside la soberanía, una vez derrocado el Antiguo Régimen, donde la soberanía nacional se personificaba en la voluntad del monarca. Así lo expresa el nacionalismo, doctrina en principio democrática que surge con gran posterioridad a la existencia de naciones, en rigor se extiende por Europa y América desde el siglo xix, y por gran parte del mundo en el xx. A su vez, los nacionalismos son capaces de crear nuevas naciones, como ha sido el caso en muchos lugares de Europa o América. Salvo Portugal, por los avatares de la Reconquista, ninguna región hispana se convirtió en nación, como sí lo hizo España desde los reyes godos Leovigildo y Recaredo.
Los nacionalismos regionales en España podrían crear nuevas naciones si las condiciones les favorecieran. Por definición, un nacionalismo tiende a la constitución de un Estado propio y mientras no lo consigue se considera oprimido, por lo cual es naturalmente secesionista, aunque haya en ello distintos grados. Así, el término nacionalidades en la Constitución crea las bases para anular la soberanía nacional española, pese a que las autonomías, retóricamente, debían funcionar «sin mengua de la unidad de España». Paradójico retroceso con respecto a la Constitución republicana de 1931, que no admitía tales nacionalidades ni ambigüedades sobre las competencias.
No todos en UCD, menos aún en AP, admitían tales nacionalidades, pero Herrero votó por ellas con los ponentes comunista y nacionalista, contra sus dos compañeros de partido. «El escándalo fue mayúsculo, pero se enterró inmediatamente en el olvido debido, supongo a su feliz desenlace», escribe Herrero. Quedaban así empatados, por la ausencia de Peces-Barba, los partidarios y contrarios al término. Para imponerse, los partidarios del mismo (Herrero, Roca y Solé) amenazaron con abandonar la ponencia, con lo que esta se reduciría a AP y parte de UCD: la presión o chantaje fue irresistible. Herrero afirma con desparpajo que ganaba así «la pluralidad de las Españas, en sentido orteguiano»; y, triunfante, invitó a comer a Cisneros y a Solé Tura: «Guardo el menú con los comentarios de los comensales a mi pregunta: ¿Podrán las nacionalidades llegar a ser fragmentos de Estado? Almorzamos huevos escalfados con salmón, pularda a la pimienta verde y arroz pilaw y ensalada, sorbete de fresas y café»2.
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La cuestión de las atribuciones del Rey tenía cierta relación con el problema anterior. Juan Carlos había usado el poder heredado de Franco para impulsar la Transición de Suárez, que no sólo desmantelaba el Régimen anterior, cosa seguramente inevitable, sino que tendía oscuramente a la deslegitimación del mismo, al contrario de la reforma de Torcuato (la repentina fiebre antifranquista en sectores de UCD llevó a alguno de sus próceres a pedir la supresión del nombre «las Cortes», por considerarlo propio del Régimen anterior). Con lo que, nueva contradicción, quedaba cuestionada implícitamente la legitimidad del propio monarca.
Todos aceptaban al Rey en una posición honorífica y simbólica, pero a la hora de concretar sus atribuciones surgían las diferencias. En algunos países, como Suecia o Japón, la monarquía se limita a un plano ceremonial, mientras que en Gran Bretaña o Noruega tiene ciertas competencias moderadoras o arbitrales. Los constituyentes españoles tendían a limitar todo lo posible el papel regio, y en ello estaban de acuerdo socialistas, comunistas y AP, los primeros por su republicanismo subyacente, la última por experiencias poco amenas con Juan Carlos. No obstante, López Rodó deseaba una monarquía con bastante poder, quizá porque Franco la había pensado así. Suárez, por su parte, incómodo con la tutela regia, quería dejar al monarca las menores competencias posibles, aunque la UCD, en general y Herrero en particular, preferían concederle un poder arbitral y dar el mayor relieve a su figura.
También los separatistas querían dar relevancia a la figura real. La razón consistía en la ficción de un «pacto con la Corona» por parte de las respectivas «nacionalidades»; idea feudal y aun así ahistórica, pero útil a sus aspiraciones, ya que en una democracia el lazo monárquico se vuelve necesariamente muy tenue, al carecer el trono de un poder remotamente comparable al de épocas antiguas. En esa onda, Herrero propuso la sustitución de «Estado español, de claras resonancias autoritarias y baja calidad estética, por la de monarquía Española». Propuesta anacrónica, máxime cuando las «resonancias autoritarias» achacadas al Estado español en general, carecen de base: ese estado trajo al país los regímenes de libertades, que sus enemigos echaron abajo. AP, los comunistas y los socialistas, por distintas razones, anularon la propuesta. Al fin, quizá por oponerse a Fraga, el PCE y el PSOE aceptaron otorgar al Rey un poder arbitral, si bien inconcreto: El Rey es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia, arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones, asume la más alta representación del Estado español en las relaciones internacionales, especialmente con las naciones de su comunidad histórica, y ejerce las funciones que le atribuyen expresamente la Constitución y las leyes. Atribuciones que, salvo la faceta ceremonial, quedaban en la práctica supeditadas al partido político en el poder. Su título de Jefe supremo de las Fuerzas Armadas carecía de efectividad práctica, pero sería decisiva en ocasión de la célebre intentona golpista del 23-F.
La parte dogmática, es decir, las declaraciones de principios de la Constitución, sufren de un exceso de detalle y ordenancismo, y resultan un tanto contradictorias y farragosas. Llegan a especificar que los poderes públicos se preocuparán «en particular de la agricultura, la ganadería, la pesca y la artesanía (…) con un tratamiento especial a las zonas de montaña», con el fin, asegura «de equiparar el nivel de vida de todos los españoles». Recuerda algo, si bien con más retórica, al Fuero del Trabajo. Establece también el «derecho a la vida» (la vida es anterior al derecho y fundamento de este), en lugar del derecho al respeto y mantenimiento de la vida humana; pero, como el comienzo de esta no queda definido, abre el camino al aborto masivo.
En la misma onda afirma, por una parte, «Libertad de empresa en el marco de la economía de mercado», si bien el Estado «puede intervenir por exigencias de la economía general y, en su caso, de la planificación». El texto rezuma intervencionismo socialdemócrata, atribuyendo a los «poderes públicos» el mejor criterio y capacidad de planificación. Así, «promoverán las condiciones favorables para el progreso social y económico y para una distribución de la renta regional y personal más equitativa, en el marco de una política de estabilidad económica. De manera especial realizarán una política orientada al pleno empleo». Frases casi sarcásticas cuando se marchaba hacia el segundo millón de parados. No faltaban frases rimbombantes: «Todos los españoles tienen el deber de trabajar y el derecho a hacerlo», y a recibir «una remuneración suficiente para satisfacer sus necesidades y las de su familia». Al declarar los poderes públicos su obligación, en realidad inasumible, de garantizar tales derechos, cabría tildar de inconstitucionales a todos los Gobiernos posteriores. Tampoco se cumpliría la exigencia de un funcionamiento democrático en los partidos.
Abundan las declaraciones supuestamente demostrativas de los buenos sentimientos e intenciones de los gobernantes: «Los poderes públicos aseguran la protección social, económica y jurídica de la familia», así como «la adecuada (¿?) utilización del ocio», o «un medio ambiente adecuado para el desarrollo de la persona»… Más aún, «Todos los españoles tienen derecho a una vivienda digna y adecuada». Esto, cuando el paro se hacía masivo. ¿Y qué podría entenderse por «digna y adecuada»? ¿Al nivel de la casa de un ministro, por ejemplo? ¿O tendrían los españoles derecho a ocupar cualquier casa que les pareciese adecuada?… «Los poderes públicos promoverán las condiciones para la participación libre y eficaz de la juventud en el desarrollo político, social, económico y cultural». Aparte de que el adjetivo «social» engloba a todos los demás, ¿por qué la juventud en particular y no el resto de la gente? El Gobierno debe garantizar la actividad política, cultural o económica dentro de la ley, pero «promoverla» significa más bien controlarla y encauzarla según interese al partido en el poder. Un buen despliegue retórico: «Los poderes públicos velarán por la utilización racional de todos los recursos naturales, con el fin de proteger y mejorar la calidad de la vida y defender y restaurar el medio ambiente, apoyándose en la indispensable solidaridad colectiva». Un tremendo aumento de los incendios forestales acompañaría a tan bienhablados poderes públicos.
Venía más al caso, en cambio, proclamar la protección al Patrimonio nacional, habida cuenta de los enormes daños que las izquierdas le habían infligido durante la guerra (y que no se recordaban, claro está).
Sin pretensiones de análisis exhaustivo, las consideraciones expuestas bastan, a mi juicio, para asimilar la Constitución al dicho de que un camello es un caballo diseñado por una comisión. El texto no pasará ciertamente a la historia como un gran monumento jurídico: es en parte irrealizable, ambiguo y con vías de agua en el casco de la unidad nacional y de la democracia. No obstante, tiene virtudes relevantes. Establece la unidad nacional española, las libertades en general, la libertad de educación (contra las pretensiones del PSOE y del PCE); y al tiempo que elimina la confesionalidad del Estado, reconoce el carácter muy mayoritario del catolicismo, superando la vesania de las sangrientas persecuciones izquierdistas. Y es la primera Constitución elaborada con amplia participación de partidos, y no impuesta por el que ostentaba el poder.
Sobre los ponentes de la Constitución, Herrero se atribuye a sí mismo y a Peces-Barba, en menor medida a Roca, el papel principal. A Fraga lo descarta como «desmesurado, que no siempre es sinónimo de grande». Ve a Solé como «un catalanista teñido de rojo», y observa que sus compañeros. Pérez Llorca y Cisneros se ocuparon más de otros negocios políticos que del debate constitucional.
Hace Herrero, además un curioso aserto: todos los ponentes, menos Fraga y Cisneros, procedían de «diversos sectores de oposición democrática ajenos al franquismo», lo que «contribuyó notablemente al recíproco entendimiento», quedando todos muy amigos. Desde luego podía presentar a los ponentes socialista, comunista y separatista catalán como (relativamente) ajenos al franquismo; pero los dos primeros profesaban una ideología totalitaria, aunque las circunstancias les hubieran impedido ponerla en práctica en España. Y los separatistas, impregnados de su vieja ideología de fondo racista y antiliberal, sólo se aprestaban a explotar unas libertades a las que no habían contribuido. En cuanto a Pérez Llorca y el mismo Herrero, podían tener más o menos de demócratas, pero llamarles ajenos al franquismo era exagerar mucho, pues habían hecho sus carreras en las instituciones de la dictadura.
El historiador Manuel Álvarez Tardío ha señalado, con optimismo: «Si la democracia española echó a andar en 1978 con una base harto más sólida que en 1931 fue, sobre todo, porque se aprobó una Constitución que no fue contestada seriamente por ninguno de los principales grupos políticos nacionales, y porque estos hicieron caso omiso de las denuncias de los partidos situados en los extremos, especialmente las de los representantes de las fuerzas antiliberales del independentismo vasco y catalán. Se hicieron entonces unas reglas del juego que dejaron suficiente espacio para que Gobiernos de distinta ideología pudieran llevar a cabo sus políticas sin contravenir la carta magna y sin tener que proponer constantemente su modificación».
Y, en efecto, la Constitución hizo posible la alternancia pacífica en el poder con más amplitud que las constituciones de 1876 y la de 1931. Mas no puede borrarse el hecho de que parte de ella nunca fue cumplida, que la posterior época de Felipe González la socavó de forma importante, y que la de Rodríguez Zapatero la ha echado abajo.
Las deformidades de la Constitución quizá procedan en parte de la precaria cultura histórica y jurídica de Suárez, Abril o Guerra, así como del hecho de que ninguno de los partidos intervinientes era muy demócrata, y algunos nada. Contra un prejuicio común, UCD y AP lo eran en mayor medida que la izquierda: por formación, estilo y espíritu, venían de una dictadura, pero también de una tradición más tolerante y liberal.